Que Barcelona es una ciudad turística lo sabe todo el mundo; que es precaria, la mayoría de los que vivimos, también. La ciudad nos habla y algunos hacen negocio de ello. Dentro de ese mercadeo, los guías de Freetours ocupan el último peldaño de la cadena. Este oficio, nacido en pleno s. XXI, al abrigo del uso emprendedor de las redes sociales, se ha consolidado como una de las fórmulas turísticas con más éxito para recorrer las calles. Los turistas ya no llegan a la Ciudad de los Prodigios a consumir sus monumentos, ni siquiera su consabida marca: los Freetours ofrecen algo más.
En primer lugar, porque el encargado de hacer el paseo gana dinero solo a partir de las propinas. En segundo lugar, porque este método genera una sensación compartida donde el guía, antes que un trabajador, es un aventurero, un entusiasta que voluntariamente ofrece un relato de la ciudad auténtica, aquella que solo se puede presentar a los buenos amigos cuando nos visitan. Cada día compartirá generosamente esta experiencia íntima de Barcelona con una nueva horda de extranjeros.
Ya no sorprende ver, en medio de una plaza céntrica, un paraguas de color llamativo yendo arriba y abajo a la espera de que lleguen los clientes. Los gestos enérgicos, la dilatada sonrisa y el cuidado acento inglés, funcionan como una suerte de homologación de la situación. Y es que el mismo encuentro se estará dando en todas las ciudades turísticamente atractivas del mundo. Cuando se trabaja de guía de Freetour no se tiene que aguantar un jefe comiéndote la oreja, ni las mismas malas caras cada día, tampoco hay que estar cerrado entre cuatro paredes.
La relación laboral con la empresa es en régimen de autónomo, pero se trabaja para la misma a tiempo completo. La calidad del horario dependerá de la posición en la lista de ventas cruzadas por la que tendrá que competir con sus compañeros.
El paraguas se ha parado: es la hora de empezar el tour gratuito. Los grupos ya están cerrados y el primer sermón transforma el puñado de caras desconocidas en fieles que escuchan expectantes. Algunos descubrirán los espacios secretos del Gòtic, otros la historia oculta de Gaudí, los más osados pasarán directamente al plato fuerte: recorrer el Raval y hacer una cata de la Barcelona canalla y ambigua. En el corazón de la experiencia, entrando y saliendo de espacios only for locals, el guía hará de médium entre los visitantes y la incansable danza urbana, se encargará de darles el compás, la entrada en la escena de baile.
Tras el caos aparente, en la fugacidad de los encuentros de las personas dando de comer a palomas, gritando a un taxi o fotografiando cualquier rincón, se revela una cadencia donde no queda mucho margen para el imprevisto. Es más, el imprevisto es precisamente lo que los turistas prevén encontrar y es lo que el guía sagazmente les ofrece. El viaje turístico lleva en sí mismo la persecución de una imagen ya conocida: es, al fin y al cabo, el intento de zambullirse en una postal. Vamos a los lugares para ver lo único que sabemos de ellos.
De hecho, todo lo que escapa a la ilusión preconcebida resulta incómodo y debe esconderse o, mejor, se debe convertir en lo mismo que ya había en casa. Este afán por lo previsto da lugar y se retroalimenta con un capitalismo voraz que ha hecho de los centros históricos de todas las ciudades un mismo lugar desolado e inhabitable, anulando paradójicamente la singularidad que le sirve de reclamo.
Lo cierto es que la ciudad narrada nunca es nuestra ciudad sino la suya. Es la fantasía de la ciudad que les gustaría encontrar y, los guías, los encargados de reproducir fielmente la mentira tan bien como pueden, les va el sueldo. No es extraño, pues, que una buena parte de los portadores del engaño sean también extranjeros, antiguos forasteros, pues nadie como ellos puede entender la ciudad imaginada.
Este no querer encontrarse con la diferencia, velado detrás de un cosmopolitismo viajero, es quizás la extensión esperpéntica de una tendencia que va más allá del turismo urbano. El turismo es una especie de caricatura de algo que nos acompaña en casi todas nuestras interacciones cotidianas. La preferencia por lo homologado, por lo normativamente aprendido pese a sus máscaras, la sensación de confort que produce el uso de códigos reconocibles, sea quizás el verdadero obstáculo en el encuentro con el otro.