El nombre de Verdaguer es otro de tantos caídos en la ignorancia más absoluta, tanto que si uno va por la parte baja de passeig de Sant Joan lo identifica con la parada de metro, no con el monumento conmemorativo al poeta. Quien escribe se adscribe en esta línea de desconocimiento. A veces lo leo, pero por necesidades de mi guión investigador, no por placer, pues sus versos han envejecido muy mal, y el único pesar a sentir es el declive de su figura, un ídolo popular de finales del Ochocientos con capacidad para poner contra las cuerdas a los estamentos bienpensantes del país.
Cuando murió de tuberculosis en la Villa Joana de Vallvidrera se desató el delirio. El 13 de junio de 1902 su entierro fue seguido por más de trescientas mil personas, algo alucinante si se considera que la población de Barcelona apenas superaba el medio millón. Fue enterrado en Montjuic y se pensó en erigirle un monumento conmemorativo financiado por una extraña suscripción popular donde sólo figuraban las entidades y colectivos de la burguesía. La respuesta fue nula y retrasó la construcción prevista en la Diagonal, por aquel entonces urbanizada hasta el carrer Bruc, con la casa de les Punxes como notoria excepción, lo que confirmaría la cadena de favores a Puig i Cadafalch, empecinado en llenar con sus edificios la zona durante su período en el Ayuntamiento.
En 1910 el proyecto volvió a cobrar importancia y se convocó un concurso. Joan Maragall, entonces en el apogeo de su influencia, sugirió varios emplazamientos, y si uno lo piensa fue una suerte que no le hicieran caso. Propuso ubicarlo en la cima del Tibidabo y en varias plazas como la de Urquinaona, donde hubiese cantado más que Rosalía, Sant Jaume o la Real. Su última visión cósmica lo situaba en el Cinc d’Oros, algo que sin duda hubiera cambiado la concepción del lugar para dar a Barcelona una vena mística bastante indigesta.
Al final el sitio se mantuvo y se dio el pistoletazo de salida para la pugna. Quedaron finalistas cuatro candidaturas y la favorita, la del escultor Clarà, se retiró por pura prepotencia. De este modo el terreno quedó despejado y se llegó un pacto mediante el cual el joven escultor Borrell i Nicolau trabajaría junto a los más consolidados hermanos Oslé a partir de un diseño del arquitecto Josep María Pericas.
Borrell se encargó de la figura broncínea del poeta, culminación de la columna de veinte metros, y de las alegorías con piedra de Montjuic en la base sobre tres paños de balaustrada, dedicados a la poesía épica, mística y popular, mientras los Oslé hicieron los frisos de la balaustrada circular, centrados en la obra del bardo religioso.
La construcción comportaba grandes dificultades. El monumento pesa casi cien toneladas y eso provocó una larga década hasta su inauguración. Los fundamentos eran harto complejos y, de mientras, se aprovechó para urbanizar el espacio. Cuando llegó el gran día todo el panorama político había sufrido un inconmensurable vuelco. Si en 1914 la Mancomunitat auguraba un porvenir espléndido para el autogobierno en 1924 la dictadura de Primo de Rivera campaba a sus anchas. El general y Alfonso XIII cortaron la cinta en mayo de ese año para oficializar la puesta de largo de ese círculo con cipreses en su interior conocido por muchos como el cuervo o la palmatoria. Fue una jornada deslucida que siempre quedará como símbolo de la manipulación política del personaje, repetida durante el Franquismo, que, a diferencia de con otras exaltaciones de la catalanidad, decidió no intervenir con Verdaguer, quien a partir de la inacción se volvió inofensivo y se desdibujó hasta desaparecer pese a su omnipresencia.
El monumento es víctima de varios problemas comunes a otras piezas conmemorativas. La primera, y machacada en estos artículos, es la absoluta falta de pedagogía por parte del municipio, a quien parece importarle poco o nada el significado de lo contenido en sus calles. Si pusieran una mínima placa explicativa quizá el ciudadano se fijaría más y no lo contemplaría como otra rotonda más con elementos extraños por el paso del tiempo y la desmemoria. Para ejemplificar diré que lo mismo acaece en otras plataformas similares esparcidas a lo largo y ancho de la ciudad, como la font d’Espanya en la homónima plaza o en Francesc Macià, donde ya comentamos lo idóneo de trasladar el monumento de Subirachs sito en plaça de Catalunya.
Por lo demás podríamos hablar de homenaje inexistente pese a la mezcla generada desde el cruce de Diagonal desde passeig de Sant Joan. Alguna mañana me gusta situarme justo después del paso de peatones y admirar la trilogía formada por Verdaguer, el búho de rótulas Roura y la Sagrada Familia. Es entonces cuando rezo por inventar la máquina del tiempo y poder trasladarme a la Barcelona de Josep Pla para contemplar la Basílica de Gaudí en la lejanía y sentirla cerca, como ocurre en París con la Torre Eiffel.
Ese instante debió ser impresionante, sin edificios innecesarios por la manía de cubrir todos los huecos disponibles y un cierto ambiente anárquico de la cuadrícula para potenciar los elementos casi sin querer. Como no tengo los rudimentos para mi deseo me conformo con observar el entorno, pedir mejoras en el carril bici que termina este primer sector de passeig de Sant Joan y contemplar el enorme inmueble del lado mar. Me ha obsesionado desde hace años y la semana pasada descubrí todos sus enigmas. La próxima os los desvelo.