En mi último libro, Paràgrafs de Barcelona (Àtic dels llibres), confieso en más de una ocasión la sensación de derrota al desconocer el nombre del arquitecto de la casa ubicada en el cruce de passeig de Sant Joan con la Diagonal. Es un inmueble majestuoso, inmenso en su extensión y con aires de extraña grandeza. Durante mucho tiempo pensé en su relación con el de la otra esquina, como si ambos fueran gemelos. Para descubrir los misterios de una vivienda siempre es bueno empezar con su fecha de construcción. El catastro decía 1930 y encajaba por el estilo, más allá del Noucentisme y con ciertas concomitancias con la futura estética franquista, aunque con materiales más nobles y la elegancia de la piedra blanca.
Aparqué el tema por una mezcla de vagancia y gusto por mantener la intriga. A veces descubres el enigma y pierde toda su gracia. Hace pocas semanas pasé por delante y la reflexioné de otro modo. Otra pista posible es la presencia de Can Soteras, perteneciente a la parte del bloque correspondiente a passeig de Sant Joan, de altura algo inferior al resto, lo que mostraba una doble fase de edificación. Busqué en su página y no encontré su año fundacional. Días más tarde pasé otra vez por delante y paré en la puerta principal, sita en el número 331 de la Diagonal. Encerradas en un círculo imperfecto, típico de muchas fachadas barcelonesas, lucían entrelazadas las iniciales AS. ¿Soteras? Debía resolverlo, y por eso pedí cita en el archivo municipal.
Acudí al lugar el martes 26 de febrero a las nueve y cuarto de la mañana. Normalmente los papeles del registro son una invitación a desesperarse, sobre todo porque el arquitecto firma sin remarcarse su nombre de forma impresa, y en la mayoría de ocasiones la rúbrica es ilegible. En este caso canté victoria tantas veces que casi me expulsan del recinto. El nombre del propietario era Antonio Serés i Pla, quien pidió realizar obras en esa esquina el 10 de septiembre de 1929.
Tras el trabajo volví a casa, encendí el ordenador y recé para encontrar algo del tal Serés. Por aquel entonces la precisión con los apellidos en prensa era un imposible, decantándome por la inserción del primero con el nombre en varias hemerotecas digitales. Guardé los documentos y centré mi atención en una noticia del 18 de enero de 1928, donde se anunciaba la celebración de un banquete homenaje a Antonio Serés por la publicación de su libro Tot donant la volta al món, editado por Catalonia, que hacía a la vez de sello literario y librería, desaparecida hace poco y ocupada hoy en día por el McDonalds justo en frente del Corte Inglés.
Este dato es importante, no el de la hamburguesería, y vinculaba al autor con la resistencia catalanista a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, propiciada en parte por el apoyo brindado desde las altas esferas de la Lliga Regionalista de Cambó y Puig i Cadafalch. La cena se celebraría en el Hotel Oriente de la Rambla y la organizaba la Asociación de contratistas de obras públicas de Catalunya, algo normal si se tiene en cuenta que Serés fue durante años miembro integrante de su junta directiva, alcanzando la vicepresidencia en 1914.
Compré el libro, bastante plano en su escritura, pero pródigo en fotografías de un viaje a lo largo y ancho del planeta durante 169 jornadas, de Italia a la India, de Japón a Nueva York, siempre de la mano del palacio flotante Resolute. Al inicio del mismo se concede un leve tono confesional, contándonos que siempre soñó con esa travesía, pero primero la lucha de la vida y los deberes del hogar le hicieron olvidar las ilusiones juveniles. Más tarde aspiró a la tranquilidad, hasta el punto donde una colisión de catastróficas desdichas trastocó sus planes. Las cruentas pérdidas de sus seres queridos, trozos de su alma, le quitaron toda la alegría de vivir, dejándolo, según sus propias palabras, en un estado de todo me da igual.
Antes de leer su volumen sabía otros datos de nuestro protagonista. Fue un afamado contratista, quizá por eso explica sus penas sin mencionar nombres porque eran conocidas para los lectores, que desarrolló los mayores logros de su actividad en la provincia de Lleida. En febrero de 1911 le adjudicaron un tramo de la carretera de la capital ilerdense a Pont de Suert y otra sección del camino de Tremp a Sort. Dos años antes, litigaba con mucha voracidad, presentó una queja por la concesión del acueducto de Montcada. No sé si tenía razón.
Otras noticias comentan pagos cuantiosos de hacienda, cifrados en millones de pesetas, otras terminaciones edilicias, como la del puente de hierro del Segre, y ciertas querencias políticas. Uno podría imaginar que era un hombre de orden. En 1929 regaló dinero en un acto de adhesión al Baró de Viver, alcalde de la ciudad entre 1924 y 1930, durante el septenio de Primo de Rivera. Como he mencionado con anterioridad Serés no abrigaba muchas simpatías por el general jerezano, confirmándolo al final de su libro, cuando crítica a los españoles por su falsa caballerosidad consistente en impedir el movimiento de los demás sin su consentimiento, causa, según su opinión, de la pérdida de las colonias en contraste con el sentido práctico de los ingleses.
En 1930 Serés presidió una junta de la Cámara oficial de la propiedad urbana. Era un hombre destacado surcado por la desgracia. En La Vanguardia del 3 de diciembre de 1915 pagó una esquela para recordar el aniversario del fallecimiento de su mujer, Anita Mata de Serés, y su hijo Antonio Serés i Mata, muertos respectivamente el 4 y el 8 de diciembre de 1914, por causas desconocidas. La proximidad entre ambas me hace sospechar de un accidente o la pasa de alguna enfermedad. El 15 de julio de 1919 aparece en el mismo periódico la esquela de Anita Serés i Mata, muerta a los catorce años de edad. Había perdido tres familiares en un lustro y sólo le quedaban su suegra Dolores Duran Batlle, extinta en 1925, y su hija Anita.
Vivía en el número 646 de la Gran Vía, casi en el cruce de Pau Clarís. La oportunidad de construir en la casa de mi obsesión era muy propicia por la dignificación de la zona. En una nota de octubre de 1929 averiguamos la visita del teniente de alcalde para apreciar los avances en el jardín, así lo llamaban, con su biblioteca pública y el traslado inminente de dos viejos conocidos de esta serie: Hércules y caperucita roja, residente en el parterre del arco de triunfo frente al carrer de Vilanova. Serés tenía mucho instinto e infinitos contactos. Anheló la inmortalidad y cayó en la desmemoria por un doble motivo.