Habíamos dejado a Antonio Serés con sus desgracias y alegrías. Tras dar la vuelta al mundo y celebrarlo con un banquete efectuó otro paso más en su trayectoria. Y es aquí donde vuelvo a aparecer en la crónica. Estoy en el archivo municipal de Barcelona. Me siento en una mesa y una chica deposita en mis manos una carpeta con un dossier. Lo abro y leo lo siguiente: Construir tres casas y reformar una.
Manejo los papeles con mucho cuidado. Las palabras resuelven mis dudas. Prescindir del chaflán. Pensar en los cuatro inmuebles como uno monumental. La avenida Alfonso XIII se convierte en la del 14 de abril para, terminada la guerra, ser la del Generalísimo. Es en ese punto donde me sorprende observar cómo la pobreza irrumpe entre esos legajos al cotejar datos de 1944 escritos con impresos municipales de la segunda República en catalán y sellados con yugos, flechas y águilas imperiales. Ese seis de julio ya se había producido el desembarco de Normandía. En Barcelona el Banco Hispano Colonial quiso instalar una sucursal en el número 329 de la Diagonal y la inmobiliaria Serés, propietaria del inmueble, transigió. En realidad no le quedaba otra opción. No adelantemos acontecimientos. Ya lo hicimos en demasía.
El hombre que quiso ser inmortal había encargado su magna obra a un arquitecto con el que debió haber colaborado mucho. Gaietà Cabanyes i Marfà (1888-1933) era perito urbanístico del Ayuntamiento de la Ciudad Condal. Vivía en el 36 del carrer de Santa Anna y, por desgracia, recibió poca o ninguna consideración, como si su estela hubiera sido un miraje dentro de un sueño escurridizo.
La casa que debería darle algo de reconocimiento póstumo demuestra dominio del oficio y sus rudimentos. En la fachada alterna materiales y estilos. Las ventanas mezclan la sobriedad rectangular con arcos de medio punto. Para distribuir el ritmo recurre a dos tribunas, perfecto complemento de una sutil obsesión por la verticalidad, visible tanto en el uso continuo de pilastras de diferentes tamaños como por la inclusión de elementos decorativos, desde pequeños obeliscos hasta los dos templetes que hacen perfectamente reconocible su creación, sin desdeñar el aspecto escultórico del mismo o las jarras florales, típicas del Noucentisme, por aquel entonces muerto y enterrado. Los balcones, individuales o corridos, de piedra o hierro, rizan el rizo en el noble intento de desafiar una previsible monotonía.
Es una mole blanquecina y más que imponente. Al verla, sin importar la hora del día, uno se sorprende y se pregunta por su escasa fortuna en el repertorio histórico barcelonés. Es poco ortodoxo apostar por incorporar a un espacio arquitectónico todas las tendencias del primer tercio del siglo XX sin definirse por ninguna, pero esta iconoclastía no debería ser motivo de exclusiones.
De hecho, si uno se pone imaginativo y reflexiona sobre la cuestión, quizá entroncaría con la biografía del propietario, presente entre ladrillos sin importarle mucho la estética, sólo el dinero y el beneficio de un anonimato roto en su palacio, amalgama de su propia cronología, santo y seña épico para remarcarse a través del volumen, pues sin él no hablaríamos de este asunto capaz de romper una esquina y volverla inexistente pese a hallarse en el meollo de la cuadrícula.
En la catalogación de las casas barcelonesas existen una serie de factores con voracidad discriminatoria. Son recientes y poco reconocidos, sobre todo por la voluntad de reducir nuestra sapiencia a unos rasgos básicos típicos y tópicos del parque temático. Ello conlleva privilegiar lo modernista hasta cierto punto. No se premia el período, sólo unos pocos nombres. Gaudí. Domènech i Montaner. Puig i Cadafalch.
Los demás no existen y lo mismo acaece con el Noucentisme, omnipresente en el espacio público y silenciado por no atraer ni turismo ni cuantiosos ingresos. Este error se reproduce con el racionalismo republicano y prosigue con el resto de fases en esas calles sin explicaciones historicistas, innecesarias a ojos de esos que nunca leen estos artículos.
El caso del edificio de Antonio Serés se debe a todo lo expuesto y a un lejano episodio político que pude descubrir en la hemeroteca. Barcelona cayó el 26 de enero de 1939. El 28 de mayo se publicó en La Vanguardia una terrible nota con un titular deleznable. Veinte mil pesetas de multa a un mal patriota.
“Denunciado a esta jefatura el vecino de Barcelona don Antonio Serés por haber dado órdenes a la portera de la finca de su propiedad, número 329 de la avenida del Generalísimo Franco, para que arrancara unos carteles de propaganda mural de nuestro glorioso movimiento nacional; se ha acordado imponer a tan mal patriota una multa de veinte mil pesetas.”
El artículo, tremendo, seguía con la obligación de volver a fijar los carteles, al tiempo que advertía a todos aquellos contrarios a la ideología y espíritu de la Nueva España. Serés pasó a ser un paria y sus dominios un perfecto exponente para difundir el credo de la dictadura.
He buscado por todas partes la fecha de su fallecimiento, sin suerte alguna. Debió morir en la oscuridad de la desilusión, fantasma de la senectud, vestigio del amnésico pasado. El Franquismo lo condenó y la Democracia optó por privilegiar pensamientos únicos y borrar la diversidad edilicia del mapa. Uno tiene una edad y sabe que los esfuerzos se quedan en dignos, sin más, pero valga esta serie para reivindicar ese punto de unión entre Diagonal y passeig de Sant Joan, esa inmensidad inmaculada capaz de eclipsar el horizonte e hipnotizar los ojos del paseante.