El Guinardó es uno de los barrios que mejor resisten la oleada devastadora de Barcelona. Pese a su curiosa no Historia, hasta finales del siglo XIX era un territorio rural de Sant Martí, mantiene unas constantes vitales muy características, como si fuera un anexo a la ciudad enlazado con la misma sólo a partir del alud de transporte público, pues la zona está muy bien comunicada.

Los orígenes de su urbanización datan de 1894, cuando Salvador Riera adquirió el Mas Guinardó y sus terrenos adyacentes, iniciándose la urbanización de los mismos en 1896, justo en la víspera de la agregación a la capital catalana, consumada el 20 de abril del año siguiente.

Riera dio en el clavo especulador. La anexión de la urbe hizo subir los precios del suelo de forma espectacular y su particular cuadrícula empezó a llenarse, poco a poco, de interesados en ocuparla. Las calles de Volart y Villar se reservaron nominalmente al notario y al arquitecto favorecedores de su plan. El resto se vio condicionado por varios factores, entre ellos la proximidad de otro potentado del entorno, Viladomat, de quien hablaremos en otra ocasión.

Como vía horizontal de enlace vio la luz el carrer Renaixement, metamorfoseado en Renaixença tras la muerte del dictador. En un mapa de 1920 es una línea con comienzo en el carrer de Catalunya, futuro San Quintín, y terminación en una gran masa vacía donde se instalaría el mercado del Guinardó. Tiene pocos números y muchos de ellos han visto cómo la piqueta destruía su imagen primigenia, pero un sector muy reducido resiste al paso del tiempo y nos permite entender cómo fue su configuración infantil.

En sus números 30 y 36 se encuentran las casas Joaquín Alay, un claro ejemplo de modernismo modesto, cuatro viviendas de planta y piso destacables por su uniformidad sólo rota por la diferencia cromática en cada uno de sus bloques, homogéneos en cuanto a su concepción, la austeridad decorativa y un notable trabajo en la forja del hierro de balcones, alguna ventana, las finalizaciones en piedra con una ligera verticalidad y los óculos con rejilla, hermosos. Con toda probabilidad fueron cinco. Así lo indica una nota de la Gaceta Municipal de 1928, donde su propietario recibe fondos para poner albañales en la desaparecida, ubicada en el número 62 de rambla Volart, hoy en día un horrendo bloque de pisos famoso en las inmediaciones por tener un cajero automático hasta no hace demasiado.

De Joaquín Alay sabemos más bien poco. Debió de ser pionero. Sus casas son de 1915. Es fácil imaginar una extensión yerma, con todo por hacer. En 1923 se instalaron las calzadas entre Villar, Renacimiento y Vinyals. Las cloacas se realizaron a lo largo del mismo decenio. En su caso tuvo otras propiedades en la calle protagonista del artículo y tuvo una parada, así consta en un apunte de octubre de 1924, en el mercado de la Boquería, del que ignoramos su ocupación.

Alay encargó sus casitas a Domènec Boada i Piera, un arquitecto ecléctico con obra esparcida a lo largo y ancho de toda la ciudad. Lo descubrí en la Barceloneta, donde sobresale por su pereza creadora, pues en la calle de Paredes y en la de la Maquinista tiene dos edificios prácticamente iguales. Esta vagancia se desmiente en su labor para con la familia Cairó, para quien hilvanó una larga serie de inmuebles en el centro. Los más notorios son el del número 132 del carrer Girona, con dos cabezas alusivas a un hipotético pasado negrero del dueño, y el 106 de Enric Granados, con una original puerta en semicírculo y una sensacional tribuna.

La familia Cairó, con otra hilera notoria en la rambla del Prat de Gràcia, debió ser su fuente esencial de sustento. Cuando terminó el Modernismo, del que fue un discípulo sin alardes, debió conformarse con migajas. Murió en 1947, tras la guerra. En esos años 40 es cuando encontramos la última referencia a Joaquín Alay, siempre enfrascado en liquidaciones y pagos de sus posesiones. Ambos son dos perfectos anónimos, como tantos otros millares con identidades dentro de la cuadrícula barcelonesa. Encontrarlos en estas fincas del Guinardó resume su condición, la de aquellos visibles sin que nadie repare en su existencia, al estilo de la Lonely people de Eleanor Rigby, de The Beatles.

Y eso es una injusticia de criterio o una suerte, todo depende según el cristal con que se mire. El Guinardó tiene retazos notables de belleza sin visitantes ni curiosos locales, casi como si no existiera, alejado como supuestamente está del meollo, algo falso por la reducción de distancias a través del metro o el autobús.

Los que lo habitamos celebramos esta fortuna, aunque uno tiende a pensar en estar a salvo por una sempiterna deficiencia de los ayuntamientos, empeñados en juzgar irrelevante todo aquello inaccesible, así lo desean para sus ojos, y ello también comporta la eliminación de espacios con valor sentimental, como la Villa María del carrer Rubió i Ors.

Mientras tanto se llenan los carteles de propaganda con inminentes jardines recuperados y la implementación de asfalto en el parque del niño del aro, un error catastrófico generador de miedo entre los vecinos, preocupados por si en breve todo se asemeje a las baterías antiaéreas del Carmel y la proverbial paz se vaya al traste.

Por eso en la mayoría de ocasiones los sitios sin supuesta Historia, todos la tienen, son una bendición para sus happy few. A veces me da reparo presentarlos, pero mi esperanza es que el lector sepa apreciar esas partículas libres en rincones nada remotos pese a los tópicos. Para muchos residentes del barrio las casas Alay eran las de las misteriosas cubanas, siempre arriba y abajo entre sus paseos por la calle, como ese señor con la vista fija en el móvil, siempre vestido con su pantalón de chándal y un porte desgarbado. Nunca sabré su dedicación. Poco me importa, pero con las casitas modernistas debía hallar una pista, y con ella las dignifico desde los mínimos.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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