Si digo cada uno tiene su Gràcia pensaréis que os tomo el pelo, pero es una verdad categórica, indiscutible entre miles de barceloneses con cierta querencia por este barrio único. Yo mismo siendo del Guinardó me siento hijo adoptivo de la Vila, donde he transcurrido infinitos episodios de mi existencia con la suerte de ser saludado por las mañanas y reírme como un loco todas las noches aprovechadas entre terrazas y plazas. No debería decirlo, pero quizá, sin saberlo, soy un personaje de la zona, algo sin importancia ahora mismo, o sí, pues también tengo mis recorridos y mi cerebro, como todos, se deja sugestionar por fronteras invisibles.

En este caso concreto mi perímetro de acción se corresponde con el tramo entre Córcega i la plaça Rovira. Lo demás no son monstruos, pero lo frecuento puntualmente al privilegiar el núcleo duro de plaça del Sol, Revolució, Rius i Taulet, Virreina, Diamant, John Lennon y Joanic. Hasta hace poco no comprendí la trascendencia del sector norte, repleto de edificios e historias dignas de ser rescatadas.

El límite, psicológico en grado sumo, está marcado por el metro de Fontana y el carrer d’Astúries. Pregunten a los pasantes. Raros son los atrevidos, los violadores del confín empeñados en ir hacia arriba y transitar por Badia, Trilla, Santa Magdalena y otras calles adyacentes, y es una lástima determinada de modo parcial por el dominio de Gran de Gràcia, bien útil para no perderse por el Laberinto.

De hecho, en Fontana podemos comprender ciertos elementos. A pocos metros se oculta la masía de Can Trilla, de la que existen datos desde 1728 y constituyó por una celebración en 1817 un preludio fundacional para las fiestas de Gràcia. Es un placer cruzar la puerta y contemplar su estructura antigua, olvidada por los transeúntes y por lo tanto bien apetecible de observar sin ningún tipo de prisa, y lo mismo, desde otra perspectiva, ocurre pocos metros más abajo, donde en el cruce entre Gran de Gràcia y Santa Rosa un bloque esconde otro vestigio de cuando la densidad poblacional del barrio era baja y no era nada utópico avanzar entre campos y torrentes.

La casa en cuestión pertenecía al Baró de la Barre. Su visión frontal es horrible, con un sombrero de dudoso gusto añadido al cuerpo primigenio. Lo esencial se halla detrás, donde se mantienen las arcadas de una galería para acceder al patio, reconvertido en el presente para goce de los niños de una escuela.

Sirva esta introducción para mostrar las realidades de un tiempo lejano, como la torre de agua en Santa Ágata o la misma Fontana, cuyo nombre remite a una hacienda del siglo XVIII con un bosque de pinos donde más tarde se construyó un homónimo teatro.

En fin, dejo de marearos. De lo rural se pasó a lo urbano a paso vertiginoso. Este artículo nace a partir de dos obsesiones cultivadas durante muchos años. Un buen día me adentré en el carrer de Santa Rosa, fijándome en su número 32, un inmueble modernista con todas las características arquetípicas del movimiento, desde los esgrafiados con motivos florales hasta los balcones de hierro forjado. Si se mantuvo en mi retina fue por darse un aire con dos piezas preciosas en el lado mar de la Virreina y la Revolució.

A partir del cotejo de datos descubrí como la del carrer Or 44 lleva la autoría de Francesc Berenguer Mestres, con esgrafiados pintados de cierta inspiración vienesa. La segunda, en el 24 de Ramón i Cajal, se asemeja sobremanera a la de Santa Rosa, aunque todo puede atribuirse a tendencias cromáticas de la época.

Si vamos a nuestra víctima de hoy deberemos adaptarnos a la estrechez de la ruta y arriesgarnos a contraer nuestra amiga tortícolis. La casa Josep Martorell data de 1902 y su portal es una invitación al misterio, como si el interior hubiera perdido el brillo de antaño y en el pasillo de entrada se acumularan fantasmas entre telas de araña y un cierto descuido. Su composición, el nombre del propietario es común, remite a lo popular, dada la ausencia de un balcón de piedra corrida en el primer piso, sustituido por otro de hierro, mientras tanto en el segundo como el tercero hallamos dos para conferir ritmo a la fachada y repartir los espacios habitacionales. La verticalidad del asunto se ensalza por la culminación de las ventanas, otro recurso redundante de aquel instante.

Esta descripción es inexacta porque además del 32 hay un bis, un extraño anexo, como si tras la construcción inicial se hubiera pensado en otra. La belleza de los números eclipsa otro misterio, el 14, único válido si mandan cartas a esta dirección. No lo hará su arquitecto, Salvador Vigo de Soler, quien para sumirme en una frustración aún mayor es casi una sombra, con un simple indicio para jugar un poco en el passatge Font 3, donde erigió la casa Antoni Martorell. Antes de esto presentó un proyecto para la urbanización de la França Xica, siendo premiado con un accésit.

Como es comprensible, no hace falta ser Sherlock Holmes, para averiguarlo, la casa de Santa Rosa y la vecina de la Sagrada Familia comparten el mismo apellido y apenas un año de diferencia en su finalización. Nos aventuraríamos a imaginar una acción conjunta de Josep i Antoni para aumentar su parque inmobiliario en lugares aún bastante vírgenes para la Barcelona de aquel entonces.

Por último, esta es la crónica de una aproximación y de un regalo de paseante para lectores con ganas de saltar del papel a la cuadrícula, el caballito de la primera planta quizá es el espíritu del único José Martorell de la Barcelona Selecta, guía indispensable de 1908. En ella figura como maestro de niños en el carrer de Santa Anna. La transacción de las pías mujeres sería perfecta cuadratura del círculo. Miren arriba y si saben algo no duden en escribirme.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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