Jordi Pujol quiso instaurar una dinastía en Catalunya con sus hijos. Tras alcanzar un rosario de mandatos presidenciales propios de una república sudamericana -democrática, pero sudamericana-, el fundador de Convergència tenía la intención declarada de que alguno de sus hijos le sucediera al frente de la Generalitat. De hecho, Artur Mas debía ser sólo un regente, alguien que como “mano del rey”, se encargara de pilotar Catalunya hasta que un Pujol Ferrusola lograra la mayoría. Oriol era quien figuraba en la pole position, aunque no es el preferido del ‘presidente’.
¿Qué le debería pasar por la cabeza al patriarca la noche del 26-A cuando vio en la tele la victoria de Ernest Maragall? A pesar de la gran capacidad de crear sueños que luego se hacían realidad que tenía Pasqual Maragall, dudo que el alcalde olímpico, el referente de casi todos los aspirantes a presidir la casa grande barcelonesa, hubiera imaginado que su ‘tete’ sería sucesor suyo en la plaza de Sant Jaume. A Pasqual Maragall seguro que no se le debería haber pasado por la cabeza. Otra cosa es que su bigote no pudiera disimular la sonrisa si hubiera podido ver la cara del casi nonagenario Pujol anoche en su casa.
Un Collboni que se dispara y recupera el PSC
Una de las razones del ascenso electoral de Jaume Collboni es que ha interiorizado y ha aplicado el consejo que dice que no importa tanto “lo que crees que eres” como que “la gente te crea lo que eres”. Consciente de sus limitaciones y que absolutamente ninguna encuesta le daba posibilidades, él y su equipo han conseguido implantar en numerosos barceloneses la idea de que él sería el alcalde de Barcelona. Lo repitió sin humildad y con habilidad en el debate de TV3 e hizo pensar a algunos electores que no les gusta votar (ni apostar por los caballos perdedores) que él estaba destinado al podio. Ha creado un marco mental y se ha convertido en uno de los grandes erosionadores de la candidatura de Ada Colau.
28.000 votos a Graupera, 28.000 votos independentistas sin dueño
Los 28.230 votos a Jordi Graupera hubieran hecho mucho provecho en las candidaturas independentistas más fuertes. A ERC le hubiera ido bastante bien. Y aún más a Junts per Catalunya, que aún no ha tocado fondo en la ciudad de Barcelona ni en el resto de Catalunya, por mucho que la victoria de Carles Puigdemont suponga una inyección enorme de moral. La victimización no puede ser el principal punto programático en unas elecciones municipales.
Canidaturas personalistas
El culto a la personalidad, en el buen sentido de la expresión, da réditos cuando detrás hay un trabajo sin demasiados errores y una constancia en el servicio público que es valorada por la ciudadanía. Pueblos pequeños de la Catalunya interior y grandes ciudades del área metropolitana de Barcelona dan testimonio en todas las municipales, donde a menudo se vota más al candidato que al partido o la ideología. Basar una campaña personalista en alguien sólo conocido por sus intervenciones en las tertulias radiotelevisades y las burbujas de las redes sociales sólo es síntoma de inmadurez narcisista y egolatría enfermiza.
Autocrítica, sí, pero empezando por los demás
Hablando de egos que restan más que suman, tal vez sería hora de que la autocrítica que anunció Pablo Iglesias al día siguiente de las elecciones empezara por él. La tendencia de los líderes es que los primeros autocriticados-depurados sean los otros, porque la culpa nunca es de ellos. Hace meses que el Podemos de Iglesias ha tocado techo. La supervivencia del partido surgido del 15-M de 2015 pasa por la elección de una nueva líder y el agradecimiento por los servicios prestados a su único fundador superviviente.
Una reválida del 28A
El PSOE ha ganado en los grandes números electorales en España, tanto en las municipales y autonómicas como las europeas. Ha sido en buena parte debido a la recuperación de los votos que en anteriores convocatorias habían ido a Podemos y sus confluencias. El PP saca malos resultados. Pero la derecha en su conjunto sigue aguantando o incluso conquistando terreno respecto de las generales, aunque la fragmentación del voto les perjudica.
Por ejemplo, en la Comunidad de Madrid, el trío de Colón ha obtenido el 50,49% de los votos, cinco puntos porcentuales más que hace cuatro años a pesar de las decenas de casos de corrupción protagonizados por los populares en aquella región. Las izquierdas han conseguido casi cuatro puntos porcentuales más que en 2015, pero el cisma de Podemos las ha derrotado.
De Catalunya a Euskal Herria
Hace nada, Euskadi era la autonomía más conflictiva, castigada e inestable de España. Una vez desaparecida ETA, casi se podría hablar ahora de un oasis vasco. Todo cubierto de verde, no sólo como consecuencia de los famosos ‘txirimiris’ sino por el color del PNV. Una mezcla de socialcristianismo tolerante y un nacionalismo moderado conducido por políticos de la vieja escuela pero casi sin máculas de casos de corrupción han consolidado el partido de Sabino Arana y Xabier Arzalluz como una organización hegemónica y casi indiscutible de una nación con menos desigualdades sociales gracias en parte a una financiación autonómica envidiado.
¿Y las europeas?
Como en España, ha salido castigado el bipartidismo de los populares y los socialdemócratas, que han construido -y controlado- la UE desde su nacimiento, y han sacado más la cabeza los populismos xenófobos en la Europa oriental y septentrional, con dos palos de pajares a Francia (Le Pen) e Italia (Salvini). Si nos queremos conformar, Vox es una de las fuerzas ultra que menos porcentaje ha recogido en su circunscripción. No debería ser ningún consuelo para los grandes partidos, que deberían preguntarse qué han hecho tanto mal para que la gente se sienta atraída por este extremismo irracional. Y los Veintisiete aún no han resuelto qué pasará con los británicos.


