Los barceloneses son víctimas de fronteras invisibles en su pasear. Creo haber mencionado en más de una ocasión como en mi infancia los límites de mi calle Rimbaud, término acuñado por Enrique Vila-Matas, se establecían entre passeig Maragall y la avenida Mare de Déu de Montserrat. Abajo o arriba el mundo dejaba de existir e irrumpían los monstruos.

Cuando crecemos remodelamos los confines, pero seguimos empeñados en no cruzar ciertas zonas. Como la ciudad es enorme muchos deciden ignorar ciertos barrios a partir de maledicencias, y como la pereza es proverbial entre los habitantes de la capital pocos se atreven a romper con los tópicos y adentrarse en esas tierras repletas de mala fama, en parte por absurdas cuestiones clasistas.

Una de las mayores damnificada de este conformismo mental es la Meridiana. Al ser una avenida de tráfico rodado ha sufrido, y sufre, durante decenios un desprestigio brutal, como si no mereciera ningún tipo de consideración. Yo mismo me adscribo en este grupo de paseantes, pero un buen día opté por visitarla y dejar de ser mediocre al aceptar discursos vacíos.

Esa jornada salí de casa, llegué hasta Congrés, travesé las casitas de Concepción Arenal, otra belleza desdeñada, y me topé en la Meridiana con la Colmena de Bohigas, bloque horizontal más bien horrendo con ínfulas de grandeza y mucho halo de superioridad para con los trabajadores establecidos en el mismo, casi como si el arquitecto interestelar donara su talento a los desfavorecidos en plan caritativo.

Lo curioso de ese edificio es su similitud con otro de Francesc Mitjans, concretamente en la travessera de les Corts, y estos parecidos razonables apuntan a copias entre creadores y ese capricho barcelonés de hermanar lo invisible entre lo rico y lo pobre, como asimismo acaece con las patatas bravas entre el Tomás de Sarrià y las carmelitas del Delicias.

Una vez dejamos atrás la Meridiana por el carrer Garcilaso descubrimos la Sagrera, cuyo nombre remite a la necesidad de proteger a los campesinos de agresiones, estableciéndose treinta pasos inviolables alrededor de las iglesias.

En la actualidad, donde permanecen congeladas las obras de otra futura terminal ferroviaria, pertenece a Sant Andreu, si bien su recorrido histórico debe asociarse a Sant Martí de Provençals, pueblo esparcido a lo largo y ancho de los aledaños de Barcelona hasta su agregación en 1897. Para hacernos una idea de la magnitud de su extensión bastará mencionar su frontera con Gràcia en el Torrent del Mariner, una callecita destartalada a escasos metros de plaça Joanic.

Esa inmensidad no se correspondía con densidad poblacional, pues los campos primaban sobre los edificios. Ello puede apreciarse en Garcilaso y cercanías por la fecha de construcción de sus perlas más preciadas, como el Sagrat Cor de Enric Sagnier, consagrado en 1932 y siamés de su homónimo de Pere IV, algo debido sin duda a la hiperactividad y eficacia del artista, único en su género al adaptarse siempre, sin excepción, a las exigencias del cliente.

Un poco más allá, en las inmediaciones de la hermosa plaça Masadas, encontramos viviendas modernistas, claro indicio de cómo en algún instante nadie contemplaba la urbe estratificada en función de rentas y deseaba una especie de armonía entre todos los recién anexados a la misma. Dentro de unas semanas hablaremos de estos lugares, pero hoy giramos a la izquierda e ingresamos en el pasaje de Coello al ser la causa de nuestro descenso a partir de unas fotos donde vi una extraña doble numeración.

El carrer de Sant Antoni Maria Claret traza una línea recta entre Gràcia y la Meridiana. Nace en Tordera y muere en Costa Rica. En los años veinte se llamaba Coello y se trazó una vía paralela a la misma, significativa por tener sus casitas dos números en sus fachadas, y la explicación es bien simple, respondiendo, todo es dual en este texto, a la duplicidad del nombre, desaparecida cuando la larga calle Coello abandonó el apellido del pintor, dejándolo al pasaje, un anónimo imprescindible, entre otras cosas por la sencillez mostrada en esas residencias tan propias de lo distante al Eixample.

Pese a referencias en páginas y fuentes basta con penetrar en su interior para definir mejor su relato. En el número 27 un 1923 ayuda a comprender la génesis de este rincón olvidado. La decoración responde al momento Noucentista, sin alardes ni excesos, correspondiéndose de este modo a la modestia de esa distancia con el centro, y a partir de esas flores y filigranas asumimos la condición austera de todo aquello ajeno a la cuadrícula de Cerdà. Lo mismo ocurre en la Sagrada Familia, con el tramo del carrer València surcado de inmuebles bajitos combinados en sus esquinas con la eclosión de pasajes para aprovechar al máximo lo habitacional y permitir más entradas a los pisos, como en Coello, donde de repente llegamos a un cul-de-sac en homenaje al Doctor Torres.

Al verlo pienso en su mala conservación y me da cierto reparo avanzar en esa tristeza. Saco una foto y, pocos segundos después, salen de una puerta dos extranjeros con pesadas maletas. El turismo de Airbnb ha llegado al antaño barranco del hambre, llamado así por la pobreza posterior a la Guerra Civil, cuando el Franquismo desechó la aspiración de igualdad para marcar con fuego todos y cada uno de los distritos de la ciudad hasta aceptar su división entre vencedores y derrotados.

En los años setenta, y no debemos cavilar ninguna reparación de errores, sólo un cierto progreso de agonía, el passatge de Coello recibió su numeración idónea. Por aquel entonces lo habían rodeado de monstruos verticales, escondiéndolo más si cabe. Es un secreto bien guardado, y si lo desvelo es por amor a las minucias significantes. Tampoco espero un fervor surrealista por la Sagrera, sólo dictar cierta justicia ante tanta tontería con sitios dignos y calumniados sin abrir su libro, glorioso, como todo olor a barrio y vecindad.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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