Circulo por terrenos pervertidos desde el sentido de corromper el orden o el significado de alguna cosa, persona o espacio, en este caso desde una doble vertiente. Hasta los años noventa fue posible imaginar el antiguo camino de unión entre Sant Andreu y Horta, truncado por el parque de Can Dragó y las avenidas de Río de Janeiro y Meridiana, ese patito feo remediado en parte con la última reforma en su tramo final, el cercano a la plaça de les Glòries Catalanes. De este modo se terminó con una senda perfecta para enlazar la calle Piferrer con la plaça Orfila, donde se encuentra el Ayuntamiento del barrio del Palomar.
El segundo desastre llegó en los años sesenta. Hasta ese instante la zona de Porta, llamada así por una vieja Masía desaparecida, era prácticamente rural. En su imprescindible Tots els barris de Barcelona, ese monumento a recuperar por alguna editorial sin pretensiones monetarias y afán pedagógico, yo mismo me ofrezco a actualizarlo, Jaume Fabre y Josep María Huertas Clavería explican con su habitual maestría cómo el Plan Parcial Municipal de 1966 propició el Polígono Porta, urdido por el constructor Román Sanahuja y el ayuntamiento porciolista para compensar a los monstruos inmobiliarios al declararse zona verde un espacio de más de veintidós mil metros cuadrados, la actual Plaça de Sóller, la más grande de toda Barcelona.
Este regalo significó la edificación de pisos con mayor altura de la habitual y con una barbaridad de deficiencias estructurales que, como entenderán, fueron el principio del fin de esa magia agrícola. De repente, la verticalidad se impuso, muchas callecitas con encanto devinieron fealdad homologada y, poco a poco, los hábitos mutaron hasta quebrar una resistencia casi milenaria, simbolizada por Can Verdaguer, adonde llego en mi imprudencia de desafiar la ola de calor para escribir estas líneas.

Según varias fuentes el caserío, transformado desde 2013 en un centro cívico, surgió en el siglo XVI a partir de reformas en terrenos de labranza. La guerra de Sucesión acabó con la finca primigenia y la versión contemporánea corresponde a los trabajos emprendidos entre 1858 y 1931 por la familia Samsó, quien cultivaba forraje para el ganado y productos para la huerta a vender en el mercado de Sant Andreu, instalado en una carpa hasta su futura ubicación en su sitio de siempre, la plaça del Mercadal, mucho más bella sin esa mole rectangular en medio, algo a considerar si algún día al Ayuntamiento le da la gana de leer estos artículos.
Bien, dejemos de quejarnos. Los Samsó fueron los últimos campesinos de Barcelona, terminándose su labor en 1987, hace nada. Para el recuerdo queda la fachada, con ese portal con un arco de medio punto, su tez blanquecina, dos relojes de sol y un jardín posterior, donde se conserva una fuente ornamental y la palmera más alta de la Península, con veintisiete metros de altura y más de una centuria de existencia.
Hasta el paseo de hoy mi relación con Can Verdaguer se vinculaba a pasar con el coche y asociarla con la siguiente del repertorio, otra última mohicana. Can Pere Valent, o lo tapiado de un pasado ignorado sin ningún tipo de pedagogía a no ser por el vecindario, siempre mucho más despierto a la hora de querer informar de lo pretérito para dignificar el presente. Mientras no solucionemos este problema, algo bien sencillo, sólo hace falta voluntad, pues no cuesta tanto dinero, seremos una capital de segunda y cualquier comparación con París, Londres, Roma o Berlín producirá carcajadas.

Bien. Can Valent nace al lado de una torre de defensa medieval. Como su siamesa vio la luz hacia el siglo XVI y ha transcurrido muchos avatares de todo tipo y condición. Tuvo uso rural hasta su ocupación a mediados del Novecientos por el jardinero Sebastià Padrós, quien la vendió a una constructora, entusiasmada con la posibilidad de demolerla, algo evitado por el Consistorio.
En 1997 se optó por integrarla al cementerio de Sant Andreu, justo detrás, con función de tanatorio, rechazándose esta alternativa por las protestas de los vecinos, siempre alerta, como quizá también lo estuvieron ante el incendio destructor de su techo, aún visible y signo de muy mal augurio en mi memoria reciente, sobre todo cuando pienso en la Villa María del carrer Rubió i Ors del Guinardó, finiquitada tras quedar ese trozo de la casa al aire libre y sin defensa, excusa perfecta para destrozar patrimonio, si bien en los últimos días nos hemos enterado gracias a los compañeros de Barcelona Singular del cinismo constante con relación a este tema a través del reemplazo de la central transformadora de Ausiàs March 60 en un vulgar bloque moderno.

La gracia, deplorable, del asunto es haber descatalogado la pieza para permitir su derribo. Si nada se dice nadie se entera, salvo si paseamos y lo advertimos, y aún con esas las esperanzas de salvación serán más bien escasas ante el desinterés de la alcaldía.
Con Can Valent puede acaecer lo mismo. Sus ventanas sin vistas y su piedra maltrecha requerirán mucho mimo y atención, inexistente en el entorno, donde ambas masías conviven con un Heron City, ideal para licuar cualquier ideal combativo y alentar un ocio de no lugar prototípico del neoliberalismo, consagrado en la parcela con un nuevo Corte Inglés. Sobran las palabras.
Can Borràs, Can Dumanjó o Ca l’Estudiant desaparecieron y los alrededores son pasto de la aceptación de ese período desastroso de la Historia de Barcelona. Al fin y al cabo, basta con leer los párrafos anteriores, se estableció cierta continuidad, porque en más de una ocasión es como si para muchos la periferia no tuviera Historia, algo reforzado a base de tópicos y desinformación.


