Las fronteras en la ciudad están muy determinadas por hilos invisibles. Todos las conocen y pocos las marcan. Mientras caminamos sabemos del acceso a otro territorio, en ocasiones condicionados por la Historia y otras veces sólo por los usos de la cotidianidad, sembrado por detalles bien nimios, desde líneas rectas hasta edificios impensables.

No soy asiduo a Sants, y eso comportará la renuencia de algún purista. Desde mi punto de vista el límite de este antiguo pueblo con la Bordeta se sitúa en la esquina de Olzinelles con Sagunt, donde encontramos la casa Ramón Pont, un edificio racionalista cuya construcción recibió permiso municipal en agosto de 1930, tal como consta en la Gaceta Municipal de ese mes. Una casa con bajo y cinco pisos. La referencia es fría y precisa.

Ramón Puig i Gairalt es uno de esos arquitectos anónimos con mucha importancia en el mapa de Barcelona pese a ser más reconocido en Hospitalet. Si hablamos de confines delimita otro en Poblenou con la casa Antonia Serra i Mas, con su característica fachada centralizada en el lateral para propulsar el bloque hacia una verticalidad disparatada en comparación con el entorno, y lo mismo acaece en el carrer Balmes cerca de la Diagonal, ubicación de la finca Pidelaserra, si se quiere limes con Gràcia, tanto por su cercanía con la plaça Oller como por esconder la abertura hacia otro paradigma.

Foto: Jordi Corominas

Puig i Gairalt no debió ignorar todo lo dicho, de hecho, la misma estructura de las viviendas juega ese papel fronterizo, como si tras elevar esas creaciones tan particulares no cupiera otra opción en el planisferio, con un contraste más acentuado si cabe por el credo racionalista, presente en otro muro inasible con la casa Joaquima Vendrell del carrer Vallhonrat 22, separadora del Poble-Sec y la inminencia de Montjuïc.

Estas coincidencias siempre excitan mi imaginación, sedienta de estos secretos perceptibles sólo con el anhelo de dar al conjunto otros significados. Por eso mismo me sorprendió muchísimo adentrarme en el carrer Sagunt, premiado como el mejor decorado en las últimas fiestas de Sants, un limbo absoluto entre dos realidades.

La divisoria canónica entre Sants y la Bordeta se fija en el carrer de la Constitució, antigua vía Augusta, unión de la capital catalana con Tarragona tras cruzar el Llobregat por Sant Boi. Desde mi modesta opinión esto se refleja sólo desde trazos de brocha gorda, porque es mucho más esencial la intuición de ritmos distintos. Por eso mismo el carrer Sagunt parece flotar en su idiosincrasia mientras nos advierte de su pasado a través de sus números decimonónicos, hierros fechados, seguros de incendios y una mezcla explosiva entre los instantes previos a la anexión de los pueblos del llano, la irrupción del Modernismo e incluso la labor social de la República, con sus leyes para propiciar alquileres asequibles para el proletariado.

Foto: Jordi Corominas

Sagunt sube o baja, depende como siempre del camino, y transita de Olzinelles a Constitució, y así regresamos a los bordes, repletos de brechas para acceder a otras historias. Si tomáramos la esquina con Jocs Florals surcaríamos la falsa leyenda de Enriqueta Martí, residente durante un período de fuga en esta calle, famosa en 1912 por el hallazgo de muchos huesos, de animales pese a la rumorología de la prensa, desmentida por los forenses.

Si, en cambio, optamos por ir hacia el carrer Masriera ya nos sentiremos plenamente en la Bordeta, cuyo nombre remite, según la versión más aceptada, a las bordas, que era donde se guardaban las herramientas para trabajar los campos, y aquí la etimología encaja con las piezas mediante Masías como Can Valent, Can Massagué, sustituida por la horrenda iglesia de Sant Medir en 1949, Can Pessetes o Can Paperina.

En 1857 se integró como unos de los cuatro barrios de Sants. En 1880 su desarrolló mutó con la fábrica de Can Batlló, y de lo rural avanzó hacia lo industrial, aunque hoy en día el vestigio de lo primero es palpable en todo su hálito, como en la plaça del Fènix, cargada de una serie de elementos típicos de un lugar medio inventado y con un crecimiento cronológico desigual, desde un bloque en un ángulo arquetípico de principios del siglo pasado, similar a otro con medallones animalescos en el inicio del carrer Verdi de Gràcia, hasta una réplica de la fuente de Canaletas.

Foto: Jordi Corominas

La medida de todas las cosas, o más bien de ese momento pretérito antes de los malos humos y chimeneas, se halla en el impronunciable carrer Hartzenbusch, director de la Biblioteca Nacional entre 1862 y 1875, justo el año fundacional de una hilera de viviendas de planta y piso con balcón. Son un ejemplo de la horizontalidad de antaño, cuando las alturas eran el cielo y no se contemplaba tapar esa vista maravillosa, entonces a salvo de densidades demográficas.

La calle aún alberga esa paz primigenia, ajena a las leyes de la frontera y conservadora de una identidad casi ancestral, con portales de acceso para carruajes o la instalación de talleres. Los alrededores rompen el mutismo con bares bien concurridos, pero el respiro es distinto, como si los coches motorizados fueran una amenaza certera y utópica pese a poder encontrarlos a escasos metros.

Tantos altibajos orográficos intuyen torrentes, un clásico barcelonés. La nula rectitud de las calles, siempre con virajes imprevistos, proporciona a esta totalidad otras divisas. Como casi nadie fuera de sus dominios la frecuenta prosigue su idilio con la resistencia de quienes deben mantener el fruto de los antepasados para consolidar el presente. Más allá está el bullicio, eterna tortura de todos aquellos felices por residir un pequeño y mágico pequeño mundo antiguo.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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