Esta historia tiene distintos inicios. Una vez dejas atrás la plaça Espanya sigue la Gran Vía, aunque para muchos ya es una especie de territorio misterioso, como mucho divisable desde el autobús hacia el aeropuerto.

Un enorme bloque ocupa los números comprendidos entre el 272 y 282. Data de 1925 y en una imagen de la época se aprecia solitario, con alguna casa baja adyacente, pero sin competencia, espectacular en su concepción, aún hoy en día repleta de enigmas a partir de ese estilo Bellas Artes tan propio del período, de carácter monumental, más propio de la Diagonal, urbanizada en su tramo más emblemático más o menos en esa misma etapa.

Esta referencia y el estilo me hicieron sospechar cierta relación con otro inmueble situado justo al lado del Monumento a Verdaguer, la casa Serés, con características similares tanto por lo arquitectónico como por el silencio sobre su autoría, sólo remediada con mi visita al archivo municipal, no siempre infalible, aunque al menos en esa ocasión se reveló providencial.

Foto: Jordi Corominas

La diferencia de peso estribaba en la leyenda de la inmensa finca de la Gran Vía, conocida por todos como Cal Drapaire, y el trapero en cuestión se llamaba Pau Fornt i Valls. Nacido en el pueblo de Sant Pere de Riudebitlles en 1869 y era el tercero de cuatro hermanos. Su padre era botero y su madre ama de casa. De pequeño ayudó al progenitor limpiando botas. A las doce años se fue a Barcelona para trabajar como mozo del trapero Jaume Aloi, senior en la materia y propietario de terrenos en la cercanía de Camp de l’Arpa, donde hay un pasaje con su nombre.

Fornt comprendió con presteza los mecanismos del oficio, y con apenas dieciséis años se independizó hasta construir un almacén en el barrio de Sants. Poco a poco amplió su radio de acción, siempre comprando barato y vendiendo donde pagaran mejor, y así fue como viajó a Sevilla para comprar cáñamo, vendiéndolo en Tolosa y comercializándolo tanto en Francia como en Inglaterra. En 1901 se desplazó a Estados Unidos con el fin de sondear ese mercado.

Hacia 1924 ya era un empresario de éxito y se planteó su particular obra magna con la ambición de resolver los crecientes problemas del barroquismo, acuciante por la vertiginosa inmigración del decenio, cuando la población condal creció en más de trescientos mil habitantes. De hecho, esos años veinte son prodigiosos en cuanto a ideas relacionadas con la vivienda, con la construcción de las casas baratas y el fenómeno del cooperativismo en distintas profesiones.

Foto: Jordi Corominas

La voluntad de Fornt, residente en el carrer Guadiana 25, se conjugaba con una dinámica amante de hacer las cosas a toda pastilla sin prestar demasiada atención a aspectos legales. Es fácil imaginarlo en un paseo de su domicilio a la ubicación escogida, en la falda de Montjuic.

A finales del siglo XIX se activó un plan para urbanizar la montaña y sus aledaños. Josep Amargós fue el primer encargado de concretar un proyecto que incidía en el ajardinamiento mediante pequeños parques para convertirla en sitio de recreo y esparcimiento. La idea se congeló hasta 1916, cuando el ingeniero francés Jean Forestier y el arquitecto Nicolau Rubió i Tuduri ajardinaron ese páramo famoso por sus merenderos frecuentados por la clase trabajadora.

Esta actuación coincidía con el lanzamiento de la Exposición de Industrias Eléctricas, capitaneada en su comisión oficial por Cambó, Puig i Cadalfach i Joan Pich i Pon. El sueño de llenar Montjuic podía realizarse con una muestra de calado parecido a la de 1888. Se expropiaron hectáreas y en 1923 se había completado el milagro, pero ese mismo año el General Primo de Rivera asumió el poder, postergándose la muestra hasta 1929, cuando se hilvanó con la Iberoamericana de Sevilla desde otro cariz, cambiándose la temática eléctrica hacia la industria, los deportes y el arte desde una perspectiva completamente opuesta a la apuesta original.

Foto: Jordi Corominas

Todos estos acontecimientos afectaban el espacio para la pantalla horizontal del trapero Fornt, pues para el Ayuntamiento debía ocuparse con los ya mencionados jardines. Para tener esa parcela cedió otras de su propiedad situadas en la plaça de les Glòries, el carrer Llacuna, la Diagonal y el actual carrer de Roc Boronat, en esa fecha denominado Luchana en honor a la batalla de 1836, clave para el desarrollo de la primera guerra carlista.

Como todo estaba a punto Fornt dio órdenes a su encargado de obra, José Freixes, de empezar con el proceso, pero aún debían quedar algunos flecos por completar y el municipio mandó parar los trabajos, concediéndose al fin la licencia en 1925 para edificar en esa barbaridad de siete mil ciento diecinueve metros cuadrados y ochenta y dos de largo emplazados entre el 170 y el 186 de la Gran Vía de la época a llenarse con doscientas setenta y seis habitaciones para alquilar al módico precio de ciento veinticinco pesetas mensuales.

En el archivo municipal la carpeta con los documentos de Cal Drapaire es una novela en sí misma. Aún faltan algunos detalles trascendentales a relatar, entre ellos el creador artístico del inmueble, casi siempre imposible de descifrar al no figurar el nombre mecanografiado, sólo la firma, proclive a equipararse con la letra de médicos.

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