En todas las ciudades del mundo hay lugares insólitos donde la belleza y la fealdad se mezclan a partes iguales. Hace años estaba cerca del poble Espanyol de Montjuic, y en un tramo justo después a esta extraña atracción turística, inasequible para muchos barceloneses debido a su precio, me fijé en una serie de pequeños chalets en calles de nombres preciosos muy floridos, como Dalia o Crisantemo.

Ahora, mientras preparaba este artículo, he descubierto de su creación a principios de los años cincuenta, cuando los Ayuntamientos franquistas y el Patronato Municipal de la Vivienda se pusieron las pilas tras la enorme penuria de la posguerra, aún presente entonces y ocultada precisamente por ese auge constructivo con muchas carencias, como atestigua el polígono de Torre Llobeta entre passeig Maragall i els Quinze.

Esas callecitas eran la continuación de un proyecto antiguo en una zona sembrada por la discordia entre la vieja Magòria y la Font de la Guatlla, perdida para siempre por la contaminación de sus aguas debida al vertido de basuras. En su lugar se emplazó una gárgola del siglo XVIII proveniente de una antigua masía, escaso bagaje para un rincón con tanta Historia y famoso para cierto imaginario por una de las travesías más bellas de la capital catalana, más remarcable si cabe por lo poco frecuentado de su asfalto, demasiado alejado de las pautas turísticas como para ser destacado en las guías, y desde aquí deseamos la permanencia de esta virtud.

Jordi Corominas

Se trata del carrer de la Font Florida, cuyo relato se relaciona con el cénit del cooperativismo de casas baratas durante el primer tercio del siglo XX. En este caso los artífices de tanta maravilla fueron los obreros y empleados municipales, los funcionarios de la actualidad, empecinados en tener una vivienda propia donde poder cobijar a los hijos sin la preocupación o la inseguridad del mañana para no sufrir, transcribo las palabras de las actas del primer Congreso de Cooperativas de Casas Baratas celebrado en 1927, las contingencias derivadas del usufructo de una habitación ajena y luchar por contribuir al mejoramiento de la condición humana, a la elevación de la espiritualidad.

Cuando alcanzo el carrer de la Font Florida todo es paz. Comprendo sin pestañear las quejas de sus vecinos sobre el crecimiento del tráfico motorizado, a erradicar en ese paraíso en forma de ciudad jardín, cuando se aspiraba a la horizontalidad y al verde, en ligera pendiente y una insuperable calma. Las fincas oscilan entre 1930 y 1934, se inspiran en el modelo británico y destacan por su variedad cromática mientras encuadran los pasos del caminante, extasiado, sin exageraciones, por ese pequeño prodigio logrado a partir de un objetivo común, como asimismo hicieron periodistas, militares y otras profesiones en barrios como el Guinardó, la Font d’en Fargues, la Salut o Can Baró.

Como siempre me pregunto por el origen, y este nace de la compra de setenta y siete solares a Carlos Fortuny, el barón de Esponellà, fallecido en junio de 1931 en un accidente automovilístico mientras dejaba atrás una ingente producción narrativa y una labor de abogado caída en el pozo del olvido.

Jordi Corominas

Su testamento más importante son estos inmuebles, reseñados en los periódicos desde 1929, cuando en medio de los estertores de la Exposición Internacional, ubicada casi codo con codo, las autoridades acudieron a visitar el progreso de esa loable primera urbanización de la montaña, y entre ellos, para alegría de quien escribe, figuraba el arquitecto responsable, anónimo hasta la fecha.

Josep María Martino Arroyo nació en 1891. Su padre era magistrado de la Audiencia de Barcelona y frecuentaba la localidad costera de Sitges, donde su hijo devino arquitecto municipal en 1916, regando su espacio con muestras significativa de su arte, con predilección por el Noucentisme, en clara consonancia con las tendencias predominantes.

En 1923 recibió el encargo de la ciudad jardín de Terramar, y con toda probabilidad alguien sopló a Josep Maria Mallafré, presidente de la Cooperativa, este proyecto, aunque tampoco deberíamos descartar una mención por parte de los miembros de los asociados del Reloj, quienes contrataron a Martino para alzar sus fincas en la confluencia de las calles Borrell y Rosselló, en la inminencia de la futura Escola Industrial.

En 1929 todo avanzaba a buen ritmo y se habían culminado quince de los noventa chalés previstos. En 1934 aún proseguían las prospecciones por parte de los mandamases justo en la jornada donde se prohibió, para gran escándalo de algunos usuarios, fumar en el interior de los tranvías.

Jordi Corominas

Quedaba poco para la aplicación del 155 de la época tras los sucesos de octubre, cuando Companys proclamó para su disgusto, era muy consciente de sus consecuencias, el Estado Catalán dentro de la existente República Federal Española. Llegó un intervalo convulso, con problemas para los funcionarios municipales, investigados y sometidos a nuevas reglamentaciones.

Caminar por el resultado de tantos sudores no transmite nada de lo documentado en estas páginas. Si estuviéramos en el Reino Unido pensaríamos transitar por una especie de senda equivocada, pues el estilo es muy de nuestra tierra por la decoración de las fachadas, aún con regusto de la austera pureza novecentista, con balcones de simplicidad encantadora y los frontones de las residencias armónicos, alineando el conjunto.

La rareza se centra en encontrarlas apartadas del meollo, como si entonces una pequeña mayoría pretendiera crear una nueva Barcelona más allá del Eixample, el pueblo en la urbe, mediante la tranquilidad de remar juntos hacia metas nobles, por desgracia canceladas con el estallido de la Guerra Civil ese domingo de julio de 1936. Nunca sabremos qué suerte hubiera corrido este modelo de haber proseguido la República. Al menos nos queda el recuerdo y el anhelo, recóndito y medio escondido para avivar la mente y soñar imposibles.

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