En Horta se produce la contradicción entre lo concentrado de determinados puntos clave y la inmensidad de sus territorios. Poco a poco, con placentera lentitud, se avanza hacia un despegue de su núcleo central, y esto permite observar mejor el crecimiento de la zona, cimentado a partir de 1865, cuando se inició la parcelación urbanística de Can Mariner, inaugurándose la edificación para llenar el espacio de fincas y olvidar, como si se tratara de un videojuego, el verde para llenarlo de ladrillo, con la virtud de contemplar el cielo.
Estoy en el carrer d’Horta, tras dejar atrás el viejo Ayuntamiento y todo el entramado de auxilio social hilvanado durante la dictadura y la restauración democrática. Antes de llegar a ese camino hay un efecto visual, pues las líneas rectas con muros al fondo nunca permiten sospechar lo venidero, en este caso una senda zigzagueante, y debo confesar mi obsesión no tan reciente por preguntarme mil detalles cuando encuentro estas formas a partir de la conciencia de estar entre torrentes, indudable indicio del porqué de estos atributos en nuestras pisadas.
El carrer d’Horta tiene forma de ele, y esta parte primigenia sería su palo inferior, aunque otro podría decir lo contrario. Está surcado por casas bajitas de pueblo, de distintas épocas y estilos como susurran las fachadas, e incluso hay un momento de desvío hacia otros parajes.
Mientras lo paseo voy fijándome en sus minucias. Siempre me ha llamado la atención el parking Eivissa, apartado de la uniformidad de las construcciones y más hundido con relación al conjunto. Hallar un lugar de aparcamiento masivo en Barcelona siempre conduce, nunca mejor dicho, a la posibilidad anterior de un cine, y aquí es bien fácil confirmarlo.

En 1928 se estrenó el recinto, con capacidad para mil espectadores. Acogió mítines políticos y siempre se vio envuelto, de forma indirecta, en escabrosos sucesos de crónica negra. Lo cuenta muy bien Roberto Lahuerta Melero en su sensacional Barcelona tuvo cines de barrio, una de las perlas ocultas sobre la historiografía cotidiana de la Ciudad Condal.
En 1934 Luis Rey Pedrosa iba en taxi tras recoger la recaudación del cine Horta; le dispararon desde otro automóvil con el fin de robarle el dinero, setecientas pesetas, de las cuales cuatrocientas correspondían a la venta de entradas. Nunca se cazó a los responsables.
Mucho más tarde, en febrero de 1961, se cometió un crimen cerca del Manicomio de Sant Andreu. Tras pesquisas relacionadas con partidas de dominó y borracheras el asesino fue detenido en la sesión nocturna de cine hortense.

El local cerró en 1969 y tardó años en transformarse, celebrándose incluso un acto político del PSUC con motivo de su cuadragésimo aniversario en 1976. Menciono todas estas anécdotas por la magia de la Historia en sitios donde el presente la condena a pasar desapercibida pese a la proliferación del pasado.
Lo mismo podría decirse de otro enclave de este recorrido, una de las cuatro torres de agua de la mina de Can Travi, una masía del siglo XVIII propiedad de la familia Simó, dedicándola a la agricultura y a la cría de ganado. Hoy es un restaurante de comida catalana tradicional, justo al lado del Pabellón de la República. Lo interesante de su mina es la particularidad de realizar un paseo por el barrio a partir de sus torres de agua, esparcidas a lo largo de quilómetro y medio. Pueden admirarse en las calles de Cartellà, SantPere i Miquel y también en la plaça de les Masies y, como es de perogrullo, en el carrer d’Horta.
Estas verticalidades servían para almacenar líquido elemento; en la actualidad aún lo suministra a los vecinos de la zona. En el resto de la capital catalana podemos dar con otras muestras, como en el interior de manzana del Eixample conocido como la piscina y también en Poblenou, famosa por una leyenda trágica por el supuesto suicidio de su impulsor al no conseguir canalizar bien el agua, mezclada con la salada del mar, hasta impulsarle a tirarse desde lo alto del ingenio construido por Pere Falqués, arquitecto municipal de Sant Martí a finales del siglo XIX.

Prosigo para adelante y alcanzo una especie de encrucijada. La vista se detiene en dos reclamos. A la izquierda hay un porticado a revalorizar. El centro está copado por la casa que acoge en su lateral izquierdo el Quimet. Si amplío mi perspectiva hacia la derecha ingreso en los dominios de Can Mariner. Las fuentes insisten con el agua y cifran en 1886 el proceso de canalización por parte de la compañía Dosrius, con sede en el Guinardó, en esa cima benéfica desde donde es fácil imaginar una distribución para el resto del llano de la urbe.
Toca subir. Esperaré a hacerlo. En el antiguo emplazamiento del matadero existe desde la posguerra un inmueble de la Caixa, con un vistoso campanario. Mantendremos el misterio un poco más. Al otro lado está la masía, convertida en biblioteca municipal en otra brillante operación para culturizar el entorno mientras se protegen joyas patrimoniales. Como sabe el lector no siempre es así, de hecho, cada vez es algo menos frecuente.
Me llama la atención un rinconcito. Es el carrer Baix de Mariner, repleto de hojas otoñales y envuelto en silencio. Le saco una foto y no me atrevo a penetrar en su interior, equivocándome por completo, pues al no hacerlo no puedo afirmar si es un cul-de-sac, aunque la intuición va por esos derroteros. En una de sus casitas, Cal Xicus, vieron la luz els Lluïsos d’Horta, una de las entidades más dinámicas de los aledaños. Nada lo recuerda; es loable documentarse, pero una placa es mucho más efectiva. Cuesta poco dinero y brinda la memoria a la totalidad.


