El segundo tramo del carrer d’Horta es el más central, y quizá por ello me cansa, pues suelo preferir desviarme por Chapí, repleto de casas bonitas e interesantes para comprender cómo se urbanizó todo este territorio, pero hay sitios por donde es inevitable pasar, y en este caso tan sólo aterrizar en el rincón que da nombre al pueblo topamos con dos de sus elementos más significativos.

A la izquierda hay unos edificios familiares para muchos barceloneses, no por haber paseado por el actual barrio, sino por el estilo del bloque, con ese ladrillo soso y una estética uniforme de acuerdo con la arquitectura predominante durante la primera posguerra, cuando el Franquismo quiso derrotar la tendencia a las casitas de planta y piso para imponer sin tapujos construcciones más verticales, si bien en este caso fueron respetuosos con las alturas, y ello seguramente se debió a la mano de Lluís Sagnier, autor de este inmueble para la Caixa de Pensions, entidad con hiperactividad edilicia por aquel entonces, como demuestra sin ir más lejos el conjunto ubicado en el Guinardó para sustituir al viejo Mas Viladomat.

El banco de bancos en Cataluña inauguró un edificio en el antiguo torrente en 1950, con un detalle muy loable desde su perspectiva de no despegarse de las tradiciones de cada lugar: un campanario civil.

Muchos se preguntarán el motivo, y este, como todo, tiene una explicación muy precisa. En el mismo emplazamiento existía desde 1845 el matadero de la localidad, y su campanario era fundamental para los habitantes de la zona al estar alejadísima la iglesia de Sant Joan. Por otra parte, el sonido de los baldones de la torre octogonal tenía algo de juego para imponerse a Sant Genís dels Agudells, siempre con ventaja nominal con relación a Horta, pero siempre menos relevante y, por lo tanto, destinado a sucumbir ante la mayor preponderancia de su media naranja geográfica.

Nuestro siglo, cosas de la velocidad, no entiende la magia y poder de ese rumor de cuartos, muertos y otras músicas bien captadas por nuestros antepasados. La protagonista de hoy suscitó una gran polémica tras la agregación del Municipio a Barcelona por una necesidad de renovarse o morir.

Las primeras campanas amenazaban con quebrarse, y por eso el consistorio de Horta optó por reemplazarlas. El conflicto nació por sacrificar un fondo económico destinado a las solteras de condición humilde para darles algo de paz económica cuando se casaban. Al contraer nupcias recibían una unza de oro. Con la decisión de emplearlas en los nuevos bronces se perdió un recurso cada vez más precario al no ser eterno, aunque a buen seguro muchas muchachas lamentaron verse desproveídas de una posibilidad para empezar con buen pie su matrimonio.

En 1946 se derribó el matadero, y como hemos dicho la Caixa salvó ese ruido arcaico con inteligencia y buen tino. Al lado derecho de la calle, hasta alcanzar la de Chapí, se halla desde principios del siglo XVI Can Mariner, asimismo vinculada a la pugna ya mencionada en torno a la supremacía de Horta o Sant Genís. Los Mariner llegaron desde allí y ampliaron sus dominios mediante matrimonios, moneda de cambio típica para tejer alianzas.

La finca en su esplendor tenía tres pisos y un anexo para la nodriza, derrumbado no hace tantos años. El primer sector era para los trabajadores y las herramientas rurales, el segundo comprendía las habitaciones y el tercero era una buhardilla.

En la puerta de ingreso percibimos un significativo 1788, cuando Josep Mariner era el patriarca del clan y su último representante latifundista. Con la llegada del Ochocientos empezaron a cambiar las tornas, y en 1874, con la desaparición de Hermenegild Mariner, no quedaron herederos masculinos. Cuatro años antes se había acordado parcelar parte de las propiedades familiares con la condición de no ser más altas que el caserío, y quizá eso mismo permite comprender todas las casitas bajas de los alrededores.

Con el paso de los decenios Can Mariner, traspasado a otra familia justo al concluir la Guerra Civil Española, cayó en una especie de letargo incapaz de cancelar su belleza, más notoria si cabe por una maravillosa buganvilla, desperdiciada con la entrada del siglo XXI, cuando, al fin, el Ayuntamiento de Barcelona tomó cartas en el asunto y adaptó el interior para crear una biblioteca para el barrio, una adaptación utilísima y sin mucho respeto para el aspecto anterior de esta hacienda, con su fachada licuada hasta la homologación y una serie de intervenciones más bien pobres. La mediocridad no suele finiquitar tanta pujanza, tampoco en este caso, donde puede apreciarse la resistencia de aquello imperecedero ante reformas de gobiernos efímeros.

Lo dicho se divisa desde lo alto, junto a una casa del carrer del Vent con un mirador estupendo. Desde ese ángulo tanto la masía como el campanario muestran su imperio, casi como si fueran las puertas para acceder a la realidad de Horta, y en esa función prosiguen pese a haber transcurrido tanto tiempo, inasequibles al desaliento e imbatibles hasta caer y levantarse de nuevo mientras el resto se cobija en sus cercanías, seguro por la protección de esas abuelas de piedra, murallas invisibles y antesala de una Horta invadida por los barceloneses por eso de las alturas, respirar mejor y aislarse en la montaña de los males del llano.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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