Algunos datos básicos. En esta avenida montañosa, más dura sobre el plano, hubo hace siglos una villa romana, Campo Amaro. Más tarde surgió en las cercanías una masía, Can Cortada. En 1870 la fiebre amarilla trajo a muchos barceloneses y empezaron a nacer torres de veraneo en claro contraste con el urbanismo del resto del barrio. Arriba de todo estaba la vieja iglesia, y las dominicas. Ambos edificios religiosos serían de los últimos en arder durante la Semana Trágica de 1909.
Poco antes, en 1907, el paseo, consagrado al año siguiente con sus característicos plataneros, el nomenclátor le concedió su actual denominación, relativa al poeta y político decimonónico, pero sin duda una perversión del origen como para encajar en la política bautismal de las calles barcelonesas.
Más allá de estas informaciones, Campoamor te llena de preguntas si observas un poco sus palacios y reflexionas sobre su pasado. Resulta sencillo imaginarla exultante durante los años previos a la guerra, como si fuera gemela de otra recta similar en el Tibidabo, como si durante unas décadas se igualaran varias zonas adineradas, opuestas en categoría desde 1939.
Quizá escribiré lo siguiente al haber paseado esta tarde por el barrio de la Salut, cerca de travessera de Dalt. No hace mucho tiempo, hacia mediados de los sesenta o principios de los setenta, estaba repleta de villitas, descritas por Juan Marsé como un falso fortín de la burguesía destinada a ser convergente en la decadencia del Franquismo. En la oscura historia de la prima Montse se intuye el derrumbe, concretado con inmuebles en forma de pantalla, con sus horrendos balcones, alturas grotescas y la justa descalificación como travessera del Mal según Enrique Vila-Matas, quien sufrió durante años residir en esa autopista desquiciante.

En Campoamor apenas se huelen los coches. Están aparcados y esto nos conduciría a un espacio con vecinos fijos, herederos de esa tranquilidad proverbial, rodeado de árboles y Modernismo de nombres tan variados como Graner, Arnau Calvet, Riudor Capella o el ecléctico, y demasiado olvidado, Jeroni Martorell, gran conservador patrimonial. Las dominicas llevan su firma y suya era la torre de aguas medio quebrada, más o menos en medio de este peculiar paseo, con okupas entre sus filas y muchas residencias de la tercera edad, solución para no perder la integridad del conjunto, destruido en el último tercio del siglo anterior por horribles bloques, más o menos bajos para simular el respeto al resto.
En los últimos años Campoamor entraría en el trivial pursuit barcelonés por Manuel Valls, quien nació en una clínica de la calle en 1962. Este intento, bastante logrado, de ciudad jardín, oscila entre la dejadez y el esplendor, una balanza equilibrada en sus antípodas, culminada con un aroma apócrifo.
En la cima hallamos una cruz de término. La idea de la misma era marcar la frontera, otra más en este límite del pueblo, entre Horta y Sant Genís dels Agudells. La destruyeron en 1909 y 1936, siendo reparada en 1952 durante la celebración del Congreso Eucarístico, las olimpiadas del Franquismo, el gran evento planetario, ese fenómeno cíclico en la capital catalana, útil para realizar algunas reformas, reivindicar la mirada del resto del mundo y colocar símbolos en la periferia, como a posteriori hicieron los socialistas en el Carmel, justo antes de 1992.

La cruz es de Adolf Florensa, otro de esos anónimos con mucha impronta en Barcelona, invisible pese a ser omnipresente. Su creación para los márgenes fue desplazada unos metros con la apertura de la avenida de l’Estatut de Catalunya, otra disidencia de ese umbral con toques de irrealidad al enmarcarse en pocos metros cuatro realidades distintas y conectadas de modo bastante caprichoso, y en estas se nota la cierta impostura del trazado de la calle Campoamor, una rambla con final abrupto, aunque la primera iglesia de Sant Joan era su comprensible punto y final para permitir el crecimiento de la nueva cuadrícula del barrio. El club de tenis reemplazo al templó en 1912, tres años después de su quema. Su remate se enclava justo con el carrer de Salses, la otra perla para los recién llegados, con villas más bajitas, algunas de ellas unitarias, como veremos dentro de poco.
Sin embargo, Salses, sobre todo tras la demolición de mucho de su legado arquitectónico, asemeja a un patito feo, con brillos parciales, a diferencia de su compañera, más o menos homogénea y con mayor sensación de parálisis corporal, como si su reloj se hubiera congelado hace mucho, y en eso flota una capa fantasmagórica, reforzada por sus deslavazadas aceras, desgastadas y deprimidas. La lógica apunta a una reforma para enderezar su rumbo, y no estaría de más dignificarlo con paneles para leer sobre su recorrido y todos los relatos posibles de sus mansiones.


