Una gran satisfacción de pasear junto a los lectores es sentir su participación en el proceso de completar los huecos surgidos por falta de conocimiento. La ciudad es un tejido colectivo, y con la unión de todas sus visiones podemos cerrar poco a poco su rompecabezas.

Nos habíamos quedado en una preciosa casa con aspecto de masía en el carrer de Lloret de Mar, y gracias a estas contribuciones de particulares he podido averiguar de su soledad hasta los años setenta del siglo pasado, cuando se urbanizó la zona comprendida entre el carrer d’Eduard Toda y Valldaura, de ahí esa aglomeración de bloques antinaturales para el pasado hortense. Justo después de este edificio tan notorio está el Parc de la Unitat, denominado así al simbolizar el entendimiento entre las asociaciones de vecinos, enfrentadas por múltiples discrepancias durante el posfranquismo. El parque, reformado en 2010, pretendía dar un espacio verde al vecindario, pero como muchos proyectos de esta tipología de los consistorios socialistas, ha quedado desfasado y asemeja a una bocana para acceder al estacionamiento de vehículos.

Desde esa casa verde me gusta descender, sin ningún motivo concreto, por el carrer del Canigó, arrasado de su estética de antaño mediante una serie de viviendas sin minucias resaltables; por eso mismo resulta fácil exaltarse con su número 62, donde en la parte superior de la fachada podemos leer Estança dorada, y ese nombre tan precioso me suscita dudas más bien chistosas, pues tanto podrían aludir a una discreta casa de citas como al hogar perfecto para un retiro tras décadas de trabajo para sus propietarios, dichosos por dar con el lugar ideal para vivir sus últimos años envueltos en esa paz proverbial, tan alejada del ruido barcelonés.

Foto: Jordi Corominas

 

Este relajo debió durar bien poco. Según el catastro la finca es de 1920 y pudo tener una gemela justo al lado, pero en 1944 el archivo municipal, siempre tan preciso, detalla la construcción de una cubierta de uso industrial de más de mil cuatrocientos metros cuadrados para la fábrica Valldaura y el surgimiento de naves, hoy en día desaparecidas.
Muchos caminantes suelen criticar la placidez de estos barrios por la ausencia de servicios, algo desmentido aquí por la súbita aparición de un supermercado en la esquina con doctor Letamendi. Más abajo me rodea la parte lateral de la Unió Esportiva d’Horta, club fundado en 1922 tras la fusión del Club Esportiu Autonomía con el Athletic baseball club, con sede en Montjuic.

Del Horta recuerdo partidos durante mi infancia, cuando para matar alguna tarde de fin de semana iba al estadio del Martinenc y contemplaba embobado los lances del torneo de Históricos o algunas jornadas de Tercera División, donde ahora mismo el equipo blanquinegro circula en mitad de la tabla, tras ser tercero en la temporada 2018-2019.

Su campo, con capacidad para cinco mil espectadores, es el Feliu i Codina, en honor a la homónima calle donde está la entrada principal. Feliu i Codina fue un dramaturgo y periodista decimonónico. Su paseo empezó a poblarse a principios de la pasada centuria y no me extenderé mucho en su descripción al haber especialistas más calificados para agotarlo, pero para iniciarnos un poco en la materia no está de más mencionar sus orígenes como rambla Quintana por enlazar con una masía del siglo XVII, desaparecida en 1958 para ampliar un centro para personas con desórdenes mentales.

Foto: Jordi Corominas

 

Cuando he realizado alguna guía por Horta todos la tienen en mente porque uno de sus más ilustres habitantes a Josep María Mainat, quien de la Trinca ubicó en Feliu i Codina la productora Gestmusic, clave para tantos programas de éxito a lo largo de los últimos tiempos.

Feliu i Codina destaca por la abundancia de casitas modernistas, y lo mismo puede decirse del carrer d’Hedilla, uno de mis favoritos al ser poco transitado y rebosar de villitas, muchas de ellas con su función residencial suplantada por la empresarial.Es un milagro apreciarlo casi íntegro, como si la modernidad destructora no se hubiese percatado de este rincón tan especial hacia el passeig de Fabra i Puig, con el colindante Turó de la Peira, bien frondoso, y un trecho más bien anómalo desde donde puede admirarse el Carmel con sus imposibles alturas y su nueva iglesia de los años ochenta con forma de órgano, un monstruo siempre cerrado y sólo útil para tener una referencia en el horizonte.

Foto: Jordi Corominas

 

Nos acercamos a la conclusión de esta ruta sin ningún elemento imprescindible al tener una constelación necesaria para entender la Historia y la paulatina ocupación de unas hectáreas alejadas del meollo fundacional, generándose estructuras algo variopintas por la mezcla de propuestas urbanísticas. De hecho casi podemos decir que la plaça Castelao, coronada con un busto del gallego, separa Horta de la más modesta Vilapicina, con la indudable tentación de probar las tapas de la Esquinica, con colas en su puerta por sus virtudes gastronómicas, pero como aún nos queda una última maravilla me desvío, sonrío ante el debut del carrer d’Horta, cruzo la calle y me adentro en la plaça Bacardí, y claro, el apellido remite a efluvios alcohólicos. Ya descubriremos el motivo.

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