A veces una marca puede ser poderosa hasta eclipsar historias verdaderas y olvidadas. Ocurre con Bacardí, apellido conocido a nivel mundial por el célebre ron del murciélago, símbolo durante mucho tiempo de la ciudad de Barcelona para recordar a Jaume I, el conquistador.
Bacardí es muy recurrente en el nomenclátor de la capital catalana, pero no por Facundo y su licor, sino por otra saga de comerciantes también con un vínculo americano por sus barcos, siempre repletos en su camino hacia el Nuevo Mundo. El fundador del prestigio y la fortuna del clan fue Baltasar, a quien sucedió su hijo Ramón, más dedicado a actividades inmobiliarias, como una enorme finca situada entre la Rambla y la plaza Real. Justo al lado aún existe uno de los pasajes más bonitos de Barcelona, el Bacardí, en honor a Baltasar, y lo mismo ocurre con la calle de L’Hospitalet, en terrenos antaño pertenecientes a la familia.
Si algo tenían los Bacardí eran hectáreas. A Ramón le sucedió Alexandre, un jurista de renombre e incluso concejal del Ayuntamiento en la década de 1890 en las filas del Partido Conservador, algo normal en un hombre entregado al apoyo de la Restauración Borbónica tras la breve Primera República Española.
Alexandre de Bacardí y Janer tenía vastas extensiones de terreno en Horta. Llegaban hasta el Carmel, y como no las usaba, salvo la villa de veraneo, optó por censarlas en enfiteusis, cediéndolas a perpetuidad a cambio de una cantidad anual. Como ven esta no era ninguna maniobra altruista, sino más bien una forma de sacar partido, y para ratificar su dominio sobre lo traspasado al Ayuntamiento no dudó en dedicar varias calles a sus familiares, transformados como por arte de magia en santos. La de su hermano, San Baltasar, desapareció, no así San Alexandre, en un brutal autohomenaje, y Santa Amalia, prima y esposa tras un enlace convenido para asegurar más si cabe todas esas kilométricas parcelas en zonas más bien periféricas y alejadas de Barcelona, no en vano Amalia era una Casanovas, y estos controlaban áreas notorias del actual Guinardó y el Camp de l’Arpa.

Bacardí, uno de los impulsores del tranvía a Horta, clave para comprender la gestación del passeig Maragall, quiso promocionar casitas para gente con posibles, como si así aspirara a crear una clase de propietarios bastante insólita en el país. Algunos, como él, podían tener verdaderas mansiones, pero eso no excluía el sueño de dar a los demás la esperanza de adquirir un domicilio con la vitola propia de la segunda residencia.
Dicho esto quizá llegue el momento de pisar la plaça Bacardí, aún con cierto aspecto pueblerino, quizá demasiado ensalzado por otros cronistas, contentos con repetir una fuente y quedarse tan tranquilos. Esta ágora nació en 1870 y sí, desde entonces habrá mutado más bien poco en su forma rectangular, rodeada de casitas bajas, casi todas de principios del siglo pasado, con la excepción de unos bloques de los años sesenta respetuosos con el entorno a través de la altura.
Bacardí sufre, o goza, de los problemas de muchos espacios similares en Barcelona, con las terrazas en plan estelar, un pequeño cuadrado para el disfrute de los más pequeños, una mesa de ping pong, e infinitud de bolardos y bancos de otra generación, cuando se pensaba en la conversación callejera.
La plaza tiene su encanto por otro motivo menos comentado: debes conocerla, pues de otro modo su acceso tiene cierto toque misterioso, como si estuviera escondida y no deseara tampoco muchos visitantes en su afán de ser una perla selecta del barrio. Quizá su destino hubiera sido otro de haberse aceptado hace décadas su condición como emplazamiento ideal para el mercado, construido en el carrer del Tajo y una de las estructuras más horribles de todo el Distrito.

Si abandonamos la plaza por el carrer de Sant Alexandre, debut de las cuestas hortenses, hallaremos otra sorpresa inesperada. En este rincón la vista suele fijarse en la masía barroca de Can Querol, con sus esgrafiados. Este impresionante vestigio del siglo XVIII fue adquirido por Ermengol Gener en 1773 con el fin de tener un lugar de reposo. Recomiendo verla desde el passeig Maragall, pero seguimos en Sant Alexandre, donde, de repente, descubrimos una vegetación algo sospechosa. Cubre un muro de ladrillo moderno con una placa enigmática: carrer de Folc, inexistente.
El motivo es simple. En un mapa de finales del Ochocientos podemos apreciar aún más la omnímoda dictadura de Bacardí, con una calle junto a su plaza. Una línea recta, con toda probabilidad un caminito rural, irrumpe en los alrededores. Con los años pasó a ser un callejón sin salida, y en 2014 el Ayuntamiento lo tapió a la espera de acondicionarlo para su reapertura, nunca producida y quizá caída en la amnesia habitual de la administración local, bastante mediocre en su conocimiento de los barrios, por lo que no cabe descartar inacción por desconocimiento. Se encuentra al lado de un peculiar palacio con columnas salomónicas de ladrillo, una rareza arquitectónica barcelonesa maravillosa, reconocible en el carrer Torrent d’en Vidalet, en el de Rosalía de Castro del Baix Guinardó e incluso en un restaurante en el passeig de l’Exposició, pintadas de verde.

Cuando llego a passeig de Maragall se abren muchas vías para proseguir mi paseo. Enfoco mis pasos hacia la Font d’en Fargues, no sin antes constatar otro muro. Saco mi cámara de fotos, la alzo hacia el cielo, disparo y doy con la continuación de un torrente, el d’en Carabassa, con el agua seca y su ruta cancelada. Algo tendrán esas sendas si pese a tanto veto se resisten a desaparecer.



1 comentari
Laa finca de las ramblas sigue en propiedad de la familia