Ahora podemos tener un Ayuntamiento progresista con inversiones positivas en la periferia, pero en lo relativo al patrimonio sólo los vecinos podrán salvarlo. Esta historia se repite generación tras generación, como si nuestras autoridades fueran, quizá lo son, unas completas inútiles a la hora de comprender la importancia del pasado para los habitantes de cada rincón de Barcelona, compuesta en sus márgenes por antiguos pueblos con mucha personalidad, tanta como para poder reivindicar, además de la salvación de lo particular para no caer en la homologación del parque temático, una ciudad federal, con los barrios como política de proximidad para conocer las pequeñas prioridades y transmitirlas a los distritos, quienes a su vez deberían notificar las problemáticas a la Casa Gran de plaça de Sant Jaume.
En principio eso se cumple, pero la realidad es más bien otra, como la relativa a conservar todas las joyas del entorno. A veces se pierden sin importar su catalogación para preservarlas, como si la etapa porciolista no hubiera desaparecido.
Lo vivieron no hace mucho en passeig Maragall, una avenida fragmentada y más bien desconocida para la inmensa mayoría de habitantes de la capital catalana salvo, claro está, si viven en ella y conocen al dedillo sus revuelcos hasta llegar a Horta. Poco antes destaca una lujosa masía, inaugurada en la Edad Media como torre de defensa para protegerse de los sobresaltos de esa época convulsa.
1997 también fue una etapa agitada. Marina Garcés lo recuerda en su cursi Ciudad Princesa, donde, sin embargo, tiene la virtud de aludir a episodios de desmorone de espacios emblemáticos como el cine de la via Laietana usado para titular su ensayo. Ese fin de siglo estuvo marcado en parte por los movimientos okupa, y no sabemos si el representante de Ofelia Rosselló, última heredera de Can Fargues, estaba preocupado por el asunto, pero en cambio sí sabemos cómo aprovechó la enfermedad de su clienta para vender por 190 millones de las antiguas pesetas el complejo a la empresa Unicompta de la familia Vilaregut Barceló, privilegiados al poder pagarlas sin intereses y en cómodos plazos durante una década.
Poco a poco la acción vecinal cuajó, y de este modo los pisos y el restaurante contemplados en plan de los compradores se desvaneció. Aun así, la apuesta les salió de fábula, pues la torpeza municipal exigió compensarlos en 2009 con 5 millones de euros. Ganaron pese a perder, y no es ni mucho menos un caso aislado. Hace poco quien escribe paseaba por el carrer Bailén cuando vio en la puerta del obrador Masriera, ese inmueble parecido a un templo romano, a Ricardo Bofill padre, si hubiera sido el hijo hubiera alucinado más si cabe, y como es comprensible no lo asocié con Ada Colau, sino más bien con una iniciativa privada para recuperar el teatro del interior, a manos de las monjas de la Fundació Pere Relats, urgida de dinero contante y sonante, e invisible para nosotros hasta nuevo aviso.
Aunque parezca lo contrario no estoy de mal humor, sólo expongo con claridad hechos omitidos en la mayoría de páginas periodísticas. El Masriera pudo ser de todos a partir de una iniciativa del Alcalde Trías, quien quiso conseguirlo a través de una permuta para subir cuarenta metros la torre Deutsche Bank de la Diagonal, destinada a ser el primer hotel de lujo de una ruta comprendida entre su ubicación y el Born. Su derrota electoral lo impidió, pero eso no debe disminuir las ansías de recuperar ese símbolo.
Volvamos a Can Fargues. La torre data del siglo XI, mientras la transformación para convertir el resto de lo fortificado en masía data de dos centurias más tarde. En 1809 fue adquirida por Josep Pujol, concejal del consistorio barcelonés, detenido por afrancesado cuando se restauró la monarquía borbónica tras la epopeya napoleónica, cuando Cataluña fue francesa. Estas penurias entre rejas le obligaron a dictar testamento, y así fue como nuestra protagonista de hoy fue cedida a su hermana Francesca, viuda de un Casanovas, preludio de la posesión, no piensen en exorcismos, del dominio de su hijo Matías, quién tras fallecer, lo contamos en anteriores entregas, colmó de dones a su hermano Baltasar; tras fallecer su hija Montserrat y su marido Pere Fargas se hicieron dueños y señores de infinitas hectáreas, entre ellas el meollo de la vieja mansión rural.
Mi primera visita seria a la parcela fue bastante surrealista. Sólo al entrar me topé con un anciano subiéndose la bragueta del pantalón, escondido entre arbustos, y ello tampoco es tan extraño dado lo maravilloso de su jardín, antesala, si te empeñas en recorrer toda la inmensidad disponible, de una escalera hacia el sector trasero, hermoso con su porticado, actual sede de la quinta escuela de música municipal de Barcelona, inaugurada en 2016 como triunfo absoluto del vecindario, feliz por el sentido solidario de la comunidad para mantener más o menos íntegro un entorno único, horrendo de haberse impuesto los especuladores, siempre con las garras afiladas.
Vista la dinámica de estas páginas no está de más aludir a otra destrucción inminente. En 1922 el carrer Villar del Guinardó empezó a poblarse de villitas. Hace bien poco demolieron en el número 55 la casa Ignasi Recasens, y si nadie lo remedia correrá su mismo aniquilamiento la torre del número 65, con mucho valor para entender cómo era el ambiente, con toda probabilidad mutilado al completo dentro de poco porque nadie está al mando y, como afirmé más de una vez, el Ayuntamiento no lee estos artículos y la fuerza asociativa de la zona es más bien escasa, no como en Gràcia, donde el ruido permitió evitar la tala de la encina bicentenaria y las casitas aledañas. Querer es poder, aunque no deja de ser triste pensar en lo hermoso de la lucha de cercanías por culpa de la pasividad de aquellos bien aposentados en sus poltronas, siempre dispuestos a felicitar con un tuit a los luchadores por su implicación desde el cinismo más absoluto.





