Estas semanas resulta inevitable siquiera una alusión al momento actual, aunque en este caso sea a través del terreno descrito en estas páginas. Al fin alcanzaré la cima de ruta por Font d’en Fargues, y esta corresponde a su merendero. Hoy en día debe estar abandonado como siempre y quizá con muchos animales contentos de tener ese espacio casi inaccesible a su plena disposición, salvo si algún humano se aventura a ascender el tramo conclusivo para coronar esa altura de sólo ciento treinta metros, pero con porcentajes endiablados.

En lo que concierne a mi persona debo confesaros cómo me gustaría ahora resoplar por el cansancio en el cruce del carrer de Doctor Coll con Font d’en Fargues, un enclave, como muchos otros del entorno, con toda seguridad desconocido por el Ayuntamiento; su asfalto es harto precario, enganchándose a las suelas, casi como si estuviéramos en una cinta corrediza parada, no por el calor ni el esfuerzo, sino por su pésimo estado.

Foto: Jordi Corominas

En fin, de Doctor Coll, aún por determinar si era familiar de los propietarios de la zona, llegamos a Maurici Vilomara, un Mortirolo desértico con curvas, requiebros y si se quiere hasta duelos y quebrantos. Justo antes de llegar a la planicie, una especie de reposo del guerrero, una casa me llama la atención desde mi primera visita. Se halla en los números 51 y 53 de la calle, antes dedicada al Doctor Robert, cancelado del nomenclátor en 1942 por su pasado catalanista para dar cabida este escenógrafo del Liceu.

El archivo municipal me dio algo de información sobre estas viviendas. El 23 de marzo de 1912 José Cartoixà pidió permiso para construir su finca de verano, pues habitaba en Poblenou y un inmueble de esas características, con una bonita solución en la parte alta de la fachada, bastante austera, sólo podía corresponder a la creciente tradición de elegir ese nuevo barrio como lugar para airearse con el arribo del calor.

Por desgracia, a veces ocurre, la firma del arquitecto era ilegible, si bien la finca observa similitudes con otra situada en el número 18 de Feliu i Codina, en la cercana Horta.

Foto: Jordi Corominas

Vayamos al meollo. Antes de contemplar la idea de una ciudad jardín en las colinas Pere Fargas y Montserrat de Casanovas decidieron explotar el agua del manantial de sus posesiones y convertirlo en un recinto al aire de libre de ocio y descanso. Para ello contrataron al arquitecto Roc Cot i Cot, de corta trayectoria muy repartida por todo el Principado desde su vivienda de Méndez Nuñez, esa extraña travesía con función de unir Sant Pere con el Eixample.

Cot i Cot proyectó la canalización del líquido elemento y excavó en la roca una fuente de estilo modernista, bien acompañada de las instalaciones del merendero, un quiosco de bebidas con mosaicos modernistas y mesas para la clientela, feliz por disponer de un prado donde poder alquilar una sillas, prepararse comida, bailar, celebrar reuniones y desafiar el tedio de esa época sin televisión y mucha mayor urgencia por pisar la calle y convivir, esa palabra tan olvidada en el léxico, pues estos días hablamos mucho del momento de la libertad, eso sí, sin meditar mucho en cómo hubiera sido la cuarentena en la época de nuestros abuelos.

Foto: Jordi Corominas

El merendero de la Font d’en Fargues era muy prestigioso por su aguas oligometálicas y líticas, con excelentes facultades medicinales. En 1905 la fuente fue declarada de uso público, y en 1919 una Real Orden permitió su comercialización, distribuyéndose en Barcelona en un establecimiento del número 60 de Roger de Llúria, y en colmados y farmacias del Raval, el Eixample y la plaça Urquinaona.

El puesto, símbolo de unas clases populares desaparecidas en esa antropología, mantuvo su apogeo durante décadas. Había fogones para cocinar, vendían fajos de leñas y la concurrencia montaba grandes tiberios entre alquileres de cazuelas y parrillas para preparar lo de cada uno.

Foto: Jordi Corominas

En 1976 un restaurante, en consonancia con la decrepitud franquista, se cargó toda esa maravilla con un muro para privatizar la fuente. Hizo fallida en 2010. El quiosco fue invadido por okupas, con el comedor colmado de chatarra y suciedad. La Asociación de Vecinos intervino y el Ayuntamiento se hizo con la parcela, sin dotar la rehabilitación de presupuesto y conformándose con tapiar el quiosco modernista para evitar vandalismos, pero esa no es ni mucho menos la cuestión, porque antes de la pandemia su situación era peor que lamentable y tampoco se percibía ningún entusiasmo por reparar el desaguisado, quizá por hallarse tan arriba como para ser invisible para los ciudadanos perezosos y demasiado bien educados, ahora en grado superlativo, como para transgredir la sagrada norma de ir de casa al trabajo y viceversa.

El motivo de la negligencia es lo de menos. Cuando termine todo esto muchos elementos más urgentes, desde la revisión del mundo laboral hasta la desaceleración de las costumbres hasta el empoderamiento ciudadano. Sueño despierto. Alguno reirá al leerlo. Las cosas son así, pero cuando salgamos el patrimonio seguirá y sin mimar lo pasado sólo podemos esperar un futuro mediocre.

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