No sabía cómo empezar hoy, y quizá por eso lo hare contándoos las hechuras de este artículo, conclusivo de la serie dedicada a la Font d’en Fargas. Es sábado por la tarde, brilla el sol y me imagino el carrer Montserrat de Casanovas en su quietud silenciosa; poca gente pasa por ese tramo en homenaje a la conservadora del gran apellido de esta saga con propiedades entre el antiguo Sant Martí y en la zona limítrofe de Horta y Sant Andreu.
A lo largo de mis paseos siempre ha llamado mi atención una casa, la torre Antonio Garau Simonet del número 64. Su nombre lo dice todo, es una finca despegada del centro urbano, con una estructura casi tríptica, jalonada por una torratxa, el mirador más elevado de muchos inmuebles de entonces, útiles, y muy reconocibles si uno observa las alturas, hasta la construcción de bloques más altos, destructores de un paisaje urbano desaparecido en la mayoría de barrios, por no decir en el Eixample, donde sin embargo aún asoman vestigios de ese pasado.
Las vistas debieron ser impresionantes. La torre es preciosa desde su simplicidad y corresponde a un Modernismo detectable y no muy numeroso. Lo denomino de Hansel y Gretel, pues su austeridad, normalmente las fachadas lucen blanquísimas, se difumina a partir de pequeña cerámica decorativa de colores poderosos, como asimismo puede contemplarse en la Torre Cortés de Pedralbes, obra del singular Salvador Valeri i Pupurull.

No he dado con documentación relativa a Antonio Garau, quien debía tener algo de arribista porque encargó la casa a Cot i Cot, el firmante de la remodelación del manantial de la Font d’en Fargas, y claro, en ese recién estrenado lugar algo así daba cierto caché.
Mientras reflexionaba sobre cómo iniciar el texto apareció en mi cabeza una asociación de ideas. Durante años había situado en la torre Garau una trama muy divertida y poco mencionada en el anecdotario de esta barriada.
En 1911 Salvador Baquer adquirió un inmueble en el número 4 del carrer de Montserrat de Casanovas. Fue suyo gracias al impago de un préstamo por parte de una tarotista, perdonándoselo a cambio de la vivienda. Baquer siempre fue un hombre con suerte. Ganó la lotería, vivió a cuerpo de rey, fue aficionado al cine y no le iba mal con las mujeres. Durante sus visitas a esas lejanas colinas conoció a Ramona Valls, a quien puso un pisito en la lóbrega calle de Rauric, en el laberinto del casco antiguo.
En fin, Baquer, hemipléjico, fue amante de Enriqueta Martí, la mal llamada vampira del Raval, y cuando estalló el caso en febrero de 1912 tuvo sus quince minutos de gloria, y entonces como ahora las malas lenguas iban desenfrenadas, hasta inventarse orgías con la supuesta asesina de críos, su querido y vete a saber quién más.

Este rumor tiene un sustrato casi antropológico y muestra muy bien el mapa mental de las distancias de muchos barceloneses. Como entonces ese territorio no llevaba mucho agregado a Barcelona, el actual Guinardó en 1897 y Horta en 1904, para los habitantes del casco antiguo y el Eixample estaba en las antípodas, y eso se mantiene hasta cierto punto en nuestro siglo, con el Distrito en un límite inexistente, como si fuera el quilómetro cero de una ciudad invisible para muchos de sus transeúntes.
En 1912 la policía, mucho más CSI y menos Mortadelo y Filemón, ordenó un registro a la villa, incomunicada de la civilización porque, al menos según mis deducciones, debían ir en tranvía por la nueva carretera de Horta, hoy en día passeig Maragall, y apearse más o menos en su esquina con el incipiente passeig de la Font Castellana, la actual avinguda de Verge Montserrat.
Desde allí el camino era arduo, y la crónica de un periodista madrileño, ¡enviado especial!, otorga a la percepción de lejanía unas dimensiones épicas, y así es como, entre ampulosos adjetivos, los señores con bombín y corbata ascienden esos escarpados caminos, bien iluminados por antorchas a medianoche, casi como si fueran a protagonizar un aquelarre entre la vegetación y cánticos a la luna.

La inspección, con reportaje fotográfico incluido, no reveló nada relevante y la paz volvió al vecindario. En una de las apasionantes entregas de Luis Antón del Olmet, el enviado especial merecedor de una biografía, se describía, era una de sus especialidades, la decrepitud del edificio, y claro, al no conocer el porqué de la propiedad a manos de Baquer ignoraba la oscura procedencia y otro dato trascendente: el amante de Enriqueta Martí no iba casi nunca y quería alquilarla.
Esto nos conduce al penúltimo pasaje de esta caminata. Baquer no era el único con la voluntad de arrendar. En los clasificados de los periódicos de 1912 figura con constancia un anuncio. Torre para alquilar de construcción moderna y a cuatro vientos, barriada Fuente Fargas, calle Montserrat Casanovas. Precio módico. Pocos debían vivir todo el año en ese paraíso. Tenían arraigado el veraneo en aires mejores, en los pueblos conquistados por real decreto. Quizá por eso mismo, por no estar apegados, cuando terminó la guerra muchas de esas villas pasaron a ser escuelas o residencias para ancianos.
La finca de Baquer debió caer incluso antes de la contienda civil. En su lugar hay un bloque de pisos sin mayor interés. Al otro lado prorrumpe la parte más salvaje del parque del Guinardó, también forjado en ese primer decenio del siglo pasado. Mi meta es una vista espectacular, no tanto por el horizonte, sino por la bajada del carrer Llobet i Vall-Llosera, una formidable rampa mal asfaltada, y claro, con tanto andar por cien años atrás la veo de arena y por un instante comprendo un poco la sobredosis de épica del enviado especial, con sus zapatos poco propicios para el ascenso.


