Ya terminamos. En la penúltima entrega de esta serie comentaba la muerte del torrent de Lligalbé. De todo su esplendor sólo queda esa línea recta, o si quieren una ele por el meandro, su conexión con el carrer de la Bona Sort.
Desde mediados de los años setenta, cuando Lepanto le ganó la partida, el arroyo quedó huérfano de más referentes. Se partió su conexión con el passatge de Boné, mientras el de Sant Pere la mantuvo de un modo casi invisible. La plaça de Jordi y José Luis, con su mural de doce metros de altura, tiene un caminito que le pertenece hasta fundirse con el Lligalbé.
Los aledaños de plaza y ese espacio hacia Padilla, también denominado Lligalbé pese a no ser nada de eso, fue durante decenios, aún lo es, un aparcamiento improvisado, feo en esencia por las paredes traseras de los edificios de la Ronda del Guinardó y hermosísimo por amalgamar tanta Historia. Pese a la invasión de lo moderno ese entorno aún contiene mucha magia, y de noche me resulta incomparable, especial, con toda probabilidad por la conciencia de su desaparición inminente. La plaza era una burbuja, y en sus bancos se sentaban antes de esta pesadilla desconocidos, íntimos al final de la velada, o tras cinco minutos, da igual.

El gran faro del ágora y el torrente era la Granja Guillén, en el ángulo donde confluían el Lligalbé con ese trocito proveniente de Padilla, quien sabe si una desviación del torrent de Faura.
Un buen día de 2018, si rebuscan la hemeroteca de Catalunya Plural lo encontrarán, hablé con el propietario, Paco, de voz casi inaudible, pese a su evidente energía, por una traqueotomía. Nacido en 1940 de una familia originaria de Torre Pacheco, pasó su infancia en el Bon Pastor, y a los cinco años se trasladó al Baix Guinardó. Su padre, viendo a precio asequible una granja, la compró.
Era emblemática, con establos y una buena parcela para una granja. Derrumbaron la puerta de las cuadras, de ladrillo entre hierbajos, casi mitológica, con premeditación, alevosía y nocturnidad no hará ni diez años. Era otro preludio de hundimiento.

La Granja Guillén llegó a tener más de cien cabras y el Mosquito, el poni circense del jovencísimo Paco, aliados en transportar leche a múltiples clientes. A mediados de los setenta, con sus padres viviendo en la lechería, el negocio fue a menos por los nuevos hábitos y dejaron de producir con tanta profusión. Una parada en el mercado del carrer de Castillejos fue su cierre del telón.
Cuando tiraron abajo la puerta empezó a cultivar una huerta, y así se dio más vida y la confirió al Lligalbé, ambos de la mano por ser últimos mohicanos de un universo a exterminar por aquello del progreso, sinónimo en este caso de especulación y no desdén, sino cinismo con el patrimonio. Eso no me lo contó Paco. Lo aprecio a cada instante, y en lo concerniente a este episodio concreto asociaciones de vecinos, el Pou y otros barcelonautas como el autor de la página Pla de Barcelona, siempre espléndida, se han movilizado para evitar esa tabula rasa, con escaso éxito dada la actitud del oponente.
Durante cada domingo del pasado otoño fui al Lligalbé, rodeado con unos carteles de advertencia por obras. La ruina se ejecutó a mediados de noviembre de 2019, conservándose un jalón misterioso, con algunos viéndolo como una sigla, mientras yo lo veo como un indescifrable 100.

Esa especie de hito y los muros para desviar la corriente son el postrer vestigio. El primero, como dijimos, sobrevivirá. Los segundos no lo sabemos, pero como reflexioné en el penúltimo artículo de esta investigación, deberían restaurarse, limpiar el entorno de automóviles, adecentar el ágora, dar lustre a ese cachito del passatge de Sant Pere dentro de la plaza e iniciar una labor pedagógica de información directa para el paseante, no sólo en el Lligalbé, sino en todos los torrentes del Guinardó y aledaños, como mínimo.
Ahora mismo, tras unas semanas como vertedero de cerveza, ver el todo sin la Granja Guillén es desolador. Algunos, los miembros de mi secta, aún percibirán piedras vetustas, formas arcanas y esas huellas inasibles de otra época. Poco a poco morirán, como lo hizo mi amigo José Luis durante esta pandemia, en su domicilio, solo. Lo llamamos durante días y el teléfono estaba apagado. Raro.
Denunciamos su desaparición. El 10 de abril supimos de su fallecimiento, en el portal de su finca, entre bomberos y mossos, ejemplares en su trabajo. La única queja es producto de este infierno: en su fecha de defunción figura el día del hallazgo, no la jornada de su último suspiro.

José Luis ya no pudo ver otra arqueología, casi un espejismo. Con el desplome de la granja Guillen y su huerto han emergido a la superficie unos restos, intuyo, de las caballerizas. Como base ilusoria de los bloques de pisos son surrealistas; los demolerán, estoy convencido. He escrito este estudio en memoria de mi amigo, a quien no pude contarle todos estos hallazgos.
Echaré mucho de menos tomar la última cerveza en el banco de la plaza. Por ese recuerdo íntimo y colectivo espero una mayor concienciación en pos de preservar estos trechos tan sobresalientes, por particulares. Para rehabilitarlos de tanto menosprecio debería apostarse por integrarlos tanto en lo verde como desde una óptica didáctica, así se embellecerían por partida doble.
Con el Lligalbé aún es posible hacerlo, y ganaría todo el Baix Guinardó, a quien no le basta haber visto desaparecer el scalextric de la Ronda y oler, casi nada, su configuración anterior a su casi homologación con el resto de Barcelona. El Lligalbé podría ser un primer gran peldaño para no apuntillarla y así custodiar toda la diversidad de los pueblos del llano, siempre amenazada cuando es mucho más rica y viva que la cuadrícula del Eixample o el casco antiguo. Por desgracia, y no sólo en este sentido, huele a muerte, y es tristísimo.


