Recapitulemos un poco. El célebre qué está pasando aquí en el cruce de Rosselló con Dos de Maig hizo nacer mi interés por descubrir en la forma urbana actual la pasada, y así fue como la consolidación del Eixample finiquitó en el nomenclátor la antigua carretera de Horta, visible en su continuación por el carrer de Freser y desaparecida, al menos sobre el mapa, en su tramo fundamental, cuando era uno de tantos viejos caminos rurales para conectar los distintos pueblos del llano desde los límites condales.
Como su Historia merece ser bien contada la desgranaré poco a poco, como si despedazáramos un cadáver mal enterrado, pues ese otrora está bien presente entrelineas, resistiéndose a claudicar pese a las transformaciones para ocultarlo. Esa esquina entre Rosselló y Dos de Maig suele identificarse por la imponente fábrica Damm, madre de todas las cervecerías del país y desde no hace tanto, el reloj corre demasiado deprisa, centro de conciertos más o menos masivos durante las fiestas de la Mercè.

Justo al lado, basta travesar la calle, hallamos desde 2001 els Jardins de Montserrat Roig en homenaje a la escritora y periodista, ilustre vecina del barrio y en eterno proceso de resurrección desde lo mediático en esta Nación donde nadie lee y quizá por eso mismo queda estupendo de vez en cuando rememorarla por una insana nostalgia, poco efectiva por no centrarnos en el contenido de sus escritos. Ahora mismo sus jardines se aprovechan a las mil maravillas por los más pequeños, mientras los mayores se sientan en los bancos y las parejas adolescentes, con o sin pandemia, los explotan entre besos y arrumacos.
Durante muchos decenios la parte superior de este interior de manzana acogió los trenes de envasado de la industria; como memoria queda una olla de cocción de cobre, una curiosidad poco comprensible como suele suceder en la capital catalana, donde muchos piensan poco y suponen que con colocar un objeto los profanos entenderán su significado. La olla, para nuestra investigación, es más bien irrelevante. Desde los mapas podemos observar cómo la antigua carretera de Horta transcurría por esos terrenos, y al tener ese dato en nuestro cerebro cualquier detalle nos resulta de gran utilidad.

Entre el cobre y un bloque de pisos hay un rectángulo irregular vallado, más bien desapercibido, tanto como para impedir cualquier buena toma fotográfica, y sin embargo entre tanta protección analfabeta, otra vez la ausencia de pedagogía como marca de la casa, asoma un lavadero, marginado para el paseante poco informado en esa tendencia a malograr la opción de integrar la modernidad con las sendas de antaño.
Esta referencia indispensable para mi cometido debería liberarse de tanta parafernalia y brindar la oportunidad de ofrecer indicios de cómo fue la zona. Para rastrear, palabra de moda, ese instante pretérito nuestros queridos planisferios siempre son una bendición caída de la Historia, y el de 1935 dibuja un cuarto de manzana, un triángulo casi isósceles delimitado por los números del 266 al 262 del carrer de Cartagena. Lo verifiqué gracias a los edificios supervivientes de entonces; el de la esquina con Rosselló, granate y modesto, data de 1918, mientras los dos siguientes son de principios de los años treinta. Los siguientes avanzan hasta los años 90, cuando rodearon el formato original, hasta arruinarlo.

Dejaremos la antigua carretera de Horta hasta nuevo aviso en la coincidencia del cruce, un desastre para muchos barceloneses, de Provença con Cartagena, donde se emplaza el ángulo de l’Escola Tabor. Más arriba un laberinto hilvanado en los años veinte nos introduce en el tríptico mágico de los pasajes de Pau Hernández y Faustino León, con domicilios unifamiliares habilitados ante el alud de inmigración como consecuencia del efecto llamada entre las obras del gran Metro y la consecutiva Exposición Internacional de 1929, causa de un incremento demográfico de trescientas mil personas en solo una década, cuando Barcelona se vio desbordada hasta rebasar el millón de personas y se activó toda la política de casas baratas y el hermoso auge del cooperativismo.
En un mapa de 1890 esa manzana sirve como encuentro entre el torrent de Milans, procedente del carrer de Cartagena, y nuestra cómplice, la antigua carretera de Horta. Milans no se ha ido del todo; pueden atisbarlo al fondo del passatge de Pau Hernández y detectarlo con más soltura en el dilatado passatge de Vilaret, mientras el sendero con señas hortenses ha sido evaporado por la rectitud de la cuadrícula, y lo mismo ocurre a una isla de distancia.

Así es como regresamos al origen de esta serie para situarnos en el chaflán entre Provença e Independència, justo arriba de la mutación nominal entre la carretera d’Horta y Freser. En ese sitio hay una puerta, impedimento para admirar otro pasaje de los albores, el de Anglesola, progresivamente cancelado. Quien quiera verlo sólo podrá hacerlo si tiene algún amigo en los balcones colindantes. Su estructura callejera subsiste porque, algo hilarante en Barcelona, no se ha rellenado su hueco con hormigón y cemento.
La hierba, más vital durante estos meses, copa toda su singladura, riéndose por no haber sido desterrada y rendir honores a esa minúscula porción con tantas anécdotas a contar. No pretendemos su recuperación, pero valga su condición para retornar al lavadero y al nulo interés municipal por conjugar lo nuevo y lo arcano, quien sabe si por tanto amor a la postal y tan poco a respetar los restos de nuestros antepasados, y quizá ahora, al fin, estemos en la encrucijada de hacerlo desde el debate del derecho a la ciudad y parir, tal cual, un equilibrio entre ciudadanía y turismo.


