Ops. Cuando llegamos al carrer Aragó no vemos más trazas de la antigua carretera de Horta, aunque eso, si se quiere, es falso. Casi en la esquina una casita similar a la del passatge Bofill resiste a ocultarse, sobresaliendo por encima de un taller mecánico. Este punto es bastante esencial para entender ese tramo de Barcelona, muy concreto, pues el garaje es de la penúltima alineación de la calle a principios de siglo XX, mientras la última, según la Gaceta Municipal, correspondería a 1969, algo demostrable por el horrendo bloque de pisos en la esquina con Sardenya.
Desde esta perspectiva, la casita secuestrada por ese obrador de reparaciones automovilísticas de 1918, con otra función anterior, integraba un ambiente distinto en el último tercio del Ochocientos y debía beneficiarse del clima aún rural de la zona, con poca construcción significativa, algo perceptible si se observan los edificios de esa manzana, todo inmuebles con impronta habitacional sin pretensiones estéticas.

Fincas de los años veinte para exhibir la importancia del barrio en la ciudad, Eixample por eso del pavoneo de sus residentes, cuando en realidad el valor arquitectónico de sus construcciones es el de un perímetro alejado del centro, herencia de Sant Martí de Provençals. Esa casita tiene mucha relevancia por otro motivo. Aún no lo desvelaremos. Aun así, el espacio lo posibilitaba, la imagino con jardín y huerto. En esta isla hay otro misterio y se halla en el interior de un parking, el Manhattan.
La suerte de su emplazamiento en el mapa lo asocia, dos cuadras arriba, con la Sagrada Familia, visible en una panorámica bastante insólita, fea para Instagram y muy útil para aprehender la formación de la ciudad. En un planisferio de 1890 damos con una clave, el torrent de Delemús, un riachuelo proveniente del turó de la Rovira, descendiente por Can Baró, su rastro es apreciable en el cortado passatge de Vallseca, hasta transitar por el actual parque de las aguas, seguir su curso en otros sitios troceados, el passatge de Mariné al lado del carrer de l’Encarnació, saludar a la homónima masía en travessera de Gràcia con Sardenya y luego avanzar justo hasta el carrer Aragó 425.

¿Bingo? Sí, sin duda, aunque aquí está la génesis de mis pesquisas. Durante una tarde de domingo de la fase 1 quedé con una amiga con la intención, cada uno liga como puede, de mostrarle la ruta de la antigua carretera de Horta. Quedamos en el metro de Verdaguer, tiramos por la Diagonal y en Aragón 425 transgredimos la prohibición y accedimos al recinto interior, donde admiramos las naves del Parking Manhattan.
Al principio me orienté a partir del mismo. En la hemeroteca di con una pista válida. En 1936 esas instalaciones bastante suntuosas pertenecían a la sociedad Viuda e Hijos de Juan Vila, fábrica de mosaicos hidráulicos de granito y cerámica. Su labor era confeccionar baldosas decorativas de cemento pigmentado empleadas como pavimento y fijadas mediante una prensa hidráulica.

No hay mucha información de la empresa, destacándose un espléndido catálogo de 1909 a partir del cual vemos cómo su estela aún es reconocible en muchos pisos barceloneses. Por supuesto la presencia del torrente, en una época donde la energía cabal era la hidroeléctrica debió ser un beneficio indudable para su cometido.
Su escasa presencia en los periódicos ha dificultado mi investigación. He recopilado material gráfico y desde la red he verificado la metamorfosis del enclave, en nuestro tiempo aún pletórico como aparcamiento, diversificándose desde un estudio cinematográfico con camerino, vestuario, fibra óptica y sala de reuniones.

Esta novedad permanece más bien desapercibida en el impresionante entorno. Los Vila tenían dos entradas a su negocio, la de Aragón 425 y otra, justo en la misma manzana, en Marina 233, reemplazada sólo en 1986 por una de esos adefesios edilicios sin respeto alguno por el contexto y el patrimonio industrial, aún vigente por los coches estacionados, a preservar por ser único e incomparable.
La última mención de los Vila en su feudo es de 1936, y con eso está casi todo dicho del brusco vuelco determinado por el conflicto civil. En algún paréntesis de mi acción detectivesca medité sobre ese Manhattan, pues en Barcelona el apego a París desfallece durante los años veinte, algo comprobable por el estilo de la via Laietana, más norteamericana, un Chicago en miniatura para sedes corporativas, pero el nombre del Parking tiene vitola franquista, estadounidense por el cine y su colonización cultural. El bautizo era signo de potencia y no les fue nada mal.

La cronología nos brinda su condición de concesionario autorizado para la instalación del difusor Valtur en 1967, década pródiga para todo el parque automovilístico por el afán de Porcioles en ceder la capital catalana a las cuatro ruedas y asesinar al peatón para conferir a Barcelona, algo impedido por las protestas vecinales, la categoría de autopista sin matices.
De las teselas no queda ningún recuerdo. Sin embargo, en mis fabulaciones no puedo dejar de cavilar sobre la casita casi colindante y su esplendor, en armonía con el resto de parcelas cercanas, entre flujos acuíferos, verde rebosante y un universo extinto. Como ella y el Manhattan son casi invisibles, la mayoría ve sin mirar, no ponderamos el enclave como una metáfora del tránsito entre dos Barcelonas, o si prefieren la invasión de esta para quebrar una paz arcádica.



1 comentari
Hola Sr. Jordi Corominas, solo decirte que el interior de una parte del parking está hecho de las teselas antiguas.
Fantásticas por cierto, y que han venido a comprar muchas veces.
Mi padre las dejó allí como recuerdo de su adolescencia, ya que su hermano era Juan A. Casas Vila, el primer heredero de una pequeña lista.