Estamos a principios de mayo de 1906 en el Camp de l’Arpa; el periodista lo pone entre comillas para confirmar su ignorancia barcelonesa, como si ese trocito, otrora perteneciente al inmenso pueblo de Sant Martí de Provençals, no formara parte de la capital catalana desde el dichoso 20 de abril de 1897, fecha del Real Decreto de Agregación.
El ambiente aún es rural. La tarde invita al juego y unos niños, como debe ser, golfean en los campos de cebada entre el torrent de la Guineu y la línea del ferrocarril del Norte en el antiguo camino de Granollers, más conocido en nuestra época como Meridiana.

De repente, el mayor de los chavales alerta a los demás, quienes guardan silencio mientras Pedro Mariné, de apenas once años, trastea entre la vegetación y se asusta. Toca avisar a los mayores, y el más cercano es el albañil José Vidal, quien al principio duda hasta creer a los pequeños por su obcecada insistencia y procede a buscar a las fuerzas del orden, reunidas poco a poco en el lugar. Tras el aterrizaje del brigada Aniceto Gallardo aparecen los guardias Sánchez y Montagut para, a continuación, ser secundados por el capitán de Seguridad Ángel Sanz, a su vez acompañado por dos otros municipales.

Ya conocen el refrán. Éramos pocos y parió la abuela. El brigada comunicó la noticia al alcalde accidental Giner de los Ríos y este hizo lo propio con el gobernador civil, el duque de Bivona, quien por aquel entonces estaba hasta las narices de tanto terrorismo pese a tener confidentes de calado como Joan Rull, célebre embaucador y hombre de moda en esa Barcelona explosiva.

Vista de les Cases Boada a finals dels anys 40 | Gaseta Municipal.

No nos desviemos. Todos estos señores acuden al Camp de l’Arpa, donde el chaval ha localizado ocho bombas de cristal recubiertas de cemento y distinto tamaño. Al lado de los artefactos una hoja de pitera reposaba envuelta de un periódico del domingo seis, magnifica pista para fechar la presencia de los artilugios en ese enclave apartado y por eso mismo idóneo y sospechoso, si bien en ese momento la ciudad condal carecía de efectivos policiales en comparación con Madrid y lo ocurrido casi podía calificarse de milagro laico.

Entre Alcalde accidental, gobernador civil, agentes de la autoridad, niños y curiosos eso tenía pinta de desmadrarse a lo grande, y para poner un poco de orden antes del traslado del material para detonarlo en el Camp de la Bota lo desplazaron hasta unos cien metros de distancia, las Casas Boada, no más de 50 fincas reunidas en una zeta con vistas al carrer de Freser, nudo de comunicación ideal y regado en las inmediaciones, como hemos apuntado, por un torrent esencial, el de la Guineu, con toda probabilidad, prometo dedicarle una futura serie, el gran causante del bautizo moderno del Guinardó, tierra de zorros, guinarda o guineu en catalán, además de ser clave para trazar la frontera entre Sant Martí y Sant Andreu.

Dejemos la etimología y volvamos a este paraje excepcional. Durante estos paseos por Barcelona he intentado transmitir como el término barrio es más bien un conjunto de viviendas hilvanadas entre sí desde un origen capaz de imbricarlas desde la forma y lo topográfico.

Mapa amb les Cases Boada l’any 1931

Las Casas Boada cumplen este requisito y su nacimiento, quien sabe si a finales del siglo XVIII o principios del Ochocientos, debe asociarse con las partículas esparcidas de Sant Martí de Provençals, fascinante por la enjundia de su kilometraje y el surgimiento de núcleos aislados entre sí pese a pertenecer al mismo municipio. En este sentido nuestras protagonistas emergieron por las preciosas posibilidades del entorno, y como siempre es bueno justificar estos argumentos para no caer en la vulgar invención de otros el actual archivo de nuestra ciudad ostenta documentos de 1839, útiles para comprender mejor el contexto.

En esos papeles las Casas Boada adquieren valor de encrucijada entre dos tierras al hablarse del arrendamiento de una tienda, juntarlo al pago de un impuesto y rubricar las informaciones con un Hostal del Clot, desaparecido hacia 1845 y muy remarcable hasta por su mera existencia. Este tipo de establecimientos solían rentabilizar esas confluencias varias y este en concreto redobla la curiosidad al ser del Clot, algo harto curioso al mostrar como la quiebra entre el Camp de l’Arpa y el barrio que incluso le robó el nombre durante decenios es un conflicto centenario.

La abundancia acuífera debió decaer ante el empuje de la ciudad moderna, el tiralíneas continuo para intentar culminar el Eixample y la absorción de Barcelona, sin piedad para sus antiguos alrededores con tanta atmosfera agrícola. Casi veinticinco años después de la efeméride de la bomba los vecinos, definidos en un breve como gente humilde, pidieron al regidor una fuente para paliar la sequía del verano de 1930, agravada ante el nulo depósito de sus pozos.

Vista de les Cases Boada a finals dels anys 40 | Gaseta Municipal.

Entre la proclamación de la Segunda República y la victoria franquista en la Guerra Civil las Casas Boada debieron resistir con el miedo en el cuerpo. La lucha fratricida paralizó el avance de la cuadrícula de Cerdà y muchos propietarios respiraron por esa pausa del empuje histórico, el progreso, tantas veces trastocado por evolución cuando aquí no era ni una cosa ni otra.

En la Gaceta Municipal de 1940 rebrotan, disculpen el verbo, las peticiones del Ayuntamiento para expropiar o desalojar a los supervivientes del barrio como Carmen Dolores Creixas, José Cirera, Antonio Constantín o Gregorio Cruz Cabrera.

Entre todos esos apellidos el boletín semanal del Consistorio con los presupuestos de 1948 nos susurra un Juan Boada Sitjar, quien sabe si el último rastro genealógico de los fundadores, perjudicado por un expediente incoado ante la inminente apertura de la calle Industria, hasta ese instante cortada por el pasado, a derribar tal como se estipuló en marzo de 1947, cuando las Casas Boada se declararon sobrante de la vía pública, sentencia de muerte para aupar vías de comunicación rápida, favorecer al automóvil y aniquilar vestigios para justificar la supuesta innovación de la dictadura, año cero de una España abocada a sumar más ruinas a su copioso reguero.

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