La filosofía es una disposición vital, un dejarse tocar por la palabra conceptual, un disponerse a ser transformado en lo más íntimo del ser, una práctica de vida sin garantías. Cualquier problema que abordemos desde una mirada filosófica, es un problema que está inscrito siempre en los cuerpos de quienes les dan vida y lo soporta. Si partimos de una concepción de la filosofía como praxis conceptual, esto es, la filosofía como un tipo de racionalidad que opera construyendo realidades, inventado, desestabilizando y moviendo conceptos, entonces la práctica de la filosofía no trata de palabras teóricas vacías, mero juego de palabras, sino de palabras inscritas en el mundo y en el cuerpo de quien las enuncia, desde las preguntas que nos ponen las situaciones de vida que atravesamos. Así, la historia de la filosofía no es la historia de las discusiones y batallas de corrientes de pensamiento y tradiciones a las que acercarse y conocer a través de sus teorías, torsiones, cortes internos y proyecciones hermenéuticas con voluntad enciclopédica; la historia de la filosofía es la historia de la batalla de cuerpos contra cuerpos.

La filosofía no es una teoría que tiene un objeto. Antes bien, es un acto de indisciplina radical, como procedimiento sin garantías, “sin barandillas”, en el decir de Hannah Arendt. Filosofar no garantiza nada, pero “la filosofía es un hermoso riesgo que hay que correr”, dice Sócrates en las últimas páginas del Fedón. Es un punto de fuego, pero no un lugar de refugio. Es un principio de pánico. No trata de construir falsas y petrificadas verdades eternas, sino vivir nuestro propio tiempo incorporando todo el orden y el desorden del mundo. No es un saber acabado, es un ethos, un hábito, una tarea de elucidación filosófica de la experiencia. Hace falta siempre algún quiebre, alguna fisura que inicie la pregunta filosófica. Ésta no puede ser nunca reducida a una unidad, solo podemos penetrar en ella desde las grietas de sus formas desbordantes, disruptivas, proliferantes y rizomáticas.

G. Deleuze decía que el pensamiento nos impide ser inmanentes a la estupidez. Y es que un mundo sin pensamiento sería un horror, porque el pensamiento es siempre performativo, el pensar es acción tanto como la acción es pensar. No hay acciones que respondan, de manera automática, a la efectuación de un recetario previo y normado. No hay identidades prestablecidas ni agendas cerradas. La idea filosófica más pertinente no es aquella que mejor se vincula, y se corresponde, a alguna idea de verdad, sino aquella capaz de crear mundos habitables. Pero un mundo habitable no es solo un lugar de cobijo, es también un espacio en el que ser lastimado, un lugar que siembra el terror sobre eso que llamamos “sentido común”. Romper códigos es siempre un acto violento. Pensar es abrir un campo de batalla que no está dado.

La filosofía es, pues, una potencia que elabora preguntas, lenguajes, saberes sobre la existencia colectiva. El pensamiento es esencialmente público. Pero el filósofo no emprende esta tarea de modo solipsista, aislado del mundo y de los otros. Contrario a lo que podría pensarse, por la complejidad que comporta algunos textos que la tradición ha nombrado como “filosóficos”, el hacer de la filosofía se inscribe en una falta de codificación, en una ausencia de un vocabulario conceptual apropiado. Quizás por ello dice J. Rancière en el Inconsciente estético que “el filósofo no sale para ir de visita a casa ajena, del terreno que le pertenecería. La casa del filósofo siempre está en algún lugar en el cruce de las casas de los demás”. El método que pone en práctica la filosofía es el de un conocimiento situado, “comenzar en sí para no quedar en sí”, rezaba la consigna del colectivo Precarias a la Deriva, haciendo de la subjetividad un proceso de subjetivación desterritorializante, performativo. El monopolio de la práctica filosófica no pertenece al filósofo-genio, aquél que posee grandes dotes inventivos; hay siempre un –se impersonal, convergencias de procesos disímiles trazados por muchos seres anónimos. Cuerpos anónimos que piensan.

 

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