La pesadilla de la familia de Ana Sánchez y Alex Granados empezó un viernes 13. Ana, auxiliar de clínica, trabaja en el Hospital de Bellvitge desde hace más de 22 años, igual que su marido, que está en el área de mantenimiento. El 13 de marzo llamaron a Ana porque no había personal suficiente y acudió a su puesto de trabajo. Cuando salió, no se encontraba del todo bien, pero hizo el turno que le correspondía sábado, domingo y lunes. Al acabar, y viendo que no mejoraba, le hicieron la prueba PCR. El 18 de marzo le dieron el resultado: positivo. “Tenía dolor de cabeza, fiebre, frío… He pasado por todos los síntomas: pérdida de olfato, de gusto y de cabello, y mucho cansancio, que todavía tengo, me canso más que antes de la Covid”, explica.

Su marido y la hija mayor, Alba, de 20 años, que es celadora en el mismo hospital, se hicieron la PCR y el 21 de marzo les confirmaron que tenían coronavirus. También cayó la hija mediana, Sandra, que entonces tenía 16 años, mientras que Pol, de 10, no presentó ningún síntoma. Ana, Alex y Alba coinciden en que el aislamiento en casa, en Gavà, fue un caos, ya que es más bien pequeña y solo tiene un cuarto de baño. A esto se juntaron tres ingresos hospitalarios por Covid: el 25 de marzo, el padre de Alex en el Hospital San Lorenzo de Viladecans; el 26, Alex, con muchas dificultades para respirar, en Bellvitge, y el 27, la madre de Ana también en Bellvitge. “Fueron tres días horribles”, resume Ana.
“Vino todo de golpe”, añade Alba, para quien la peor noche de todas fue la del 28 de marzo. Además del debilitamiento provocado por la enfermedad y del ajetreo familiar con padre y abuelos ingresados, vio como su madre vomitaba sangre y tenía una fuerte migraña. Ana accedió a regañadientes a ir al San Lorenzo de Viladecans a que la pincharan para estabilizarla, con el compromiso de volver con sus hijos la misma noche. Alba no tenía fuerzas para llevar a su madre hasta la ambulancia y, por protocolo, los de la ambulancia no podían entrar al domicilio familiar, así que con la ayuda de Sandra y de la pared, la acompañaron hasta la puerta. “El panorama era que yo estaba sola, con mis dos hermanos pequeños, y me encontraba bastante mal”, recuerda Alba. Al suministrarle las medicinas, Ana cogió un taxi y volvió a Gavà.

Mientras, Alex había sido trasladado a semicríticos y, posteriormente, a la REA, un servicio de reanimación en el que tuvo que estar intubado tres semanas. Horas después, moría su padre. Era el 1 de abril, pero él no lo supo hasta que le dieron el alta el 6 de mayo. Ana y Alba hacían turnos para estar pendientes del teléfono, puesto que cada día llamaba el médico del hospital para explicar cómo evolucionaba Alex, pero no había una hora fija, y en casa perdieron el control horario. “No sabíamos en qué día vivíamos”, dicen. Recuerdan agradecidas que los compañeros de trabajo les explicaban la evolución de Alex o enseñaban, por videoconferencia, la habitación, porque él no estaba consciente. “Yo no puedo explicar nada de esta fase”, dice Alex. “Solo recuerdo que vino una doctora y me dijo que me bajaba a la REA. No sé qué pasó, cómo me bajaron, nada, no recuerdo nada”.
Después de un mes de baja, Alba se reincorporó al trabajo, y tuvo la opción de ir al área donde todavía estaba su padre, que continuaba en la REA pero ya desintubado. “Yo a él le he visto muy hinchado, por la retención de líquidos, e impresiona”. Una semana después, pasó a la Unidad de Críticos Intensivos y, días más tarde, a la parte de infecciosos, porque en el hospital se había infectado con la bacteria E. coli, que le provocó mucha fiebre y diarrea.

De Bellvitge lo trasladaron a la Policlínica de Barcelona y, finalmente, le dieron el alta. “No podía ni dar dos pasos, me tenía que coger a alguien. Me vinieron a buscar mis hermanas y mi mujer. Hacía días que sospechaba que algo iba mal. Cuando me dieron el móvil y hablaba con ellas (Ana y Alba) y con mis hermanos, siempre preguntaba lo mismo, ‘¿qué tal el papa?’, y siempre me decían, ‘tranquilo, que está bien, está en planta, pero no puede hablar por teléfono’. Empiezas a atar cabos, a decirte ‘a mi padre le ha pasado algo’. No quería hacerme a la idea, pero era consciente”. Una vez en casa y todavía muy débil, supo que había fallecido, que no lo pudieron enterrar y que un día le entregaron las cenizas a su hermano. Su suegra sí se recuperó, después de cinco días en el hospital.
Durante las primeras semanas en casa, Ana cuidaba de Alex, le pinchaba, hacía los controles diarios de azúcar y tensión, y le daba los medicamentos, hasta que el 1 de julio retomó la actividad hospitalaria en el módulo C de Urgencias, que es donde tratan cirugías sangrientas y politraumatismos.
Alex ya puede dar paseos cortos, conduce y está bastante recuperado. “Soy de la primera oleada. No se sabían todas las consecuencias que traería el virus. El médico me dijo que tendría secuelas entre seis meses y un año, y ya hará seis meses. Salí con problemas de tensión, de azúcar, de corazón… Yo no había estado ingresado en mi vida, ni me he roto un hueso. Soy una persona activa, hago mountain bike, o hacía. Ahora se está regulando todo otra vez. El problema es que si ando algo más rápido de lo normal, que es mi costumbre, me ahogo. Me cuesta subir las escaleras y noto que me duelen las rodillas. A veces me duele la herida que me dejó el tubo. No se nota porque lo tapa la varilla de las gafas. En la REA estaba cabeza abajo, y el tubo me ha dejado marca. He recuperado el gusto, el olfato, el pelo, pero me canso mucho más que antes.”
He visto a muchos pacientes, pero no son mi padre
Los meses de verano, Alba, que tiene contrato de suplencia en Bellvitge, ha estado en la zona Covid del hospital, coincidiendo con los rebrotes en diferentes barrios de l’Hospitalet de Llobregat. A la pregunta de si teme llevar el virus a casa, asegura que “es duro” trabajar y volver con sus padres y sus hermanos. “A veces dices, ‘uf, ¿y si lo vuelvo a coger?’, porque hay casos de gente que lo ha pasado dos veces. Él (Alex) no está recuperado al cien por cien. Por otro lado, en el área Covid sabía que había material y que me protegía bien. Ahora, por ejemplo, estoy en la puerta de urgencias, y allá no sabes quién viene…”. Durante las primeras semanas de la vuelta al trabajo, Alba fue a dormir a un hospital para sanitarios en Barcelona, cerca del Hospital de Sant Pau, precisamente por la preocupación de contagiarse otra vez y de que enfermara su familia. Fue durante la fase dos, la segunda semana de junio, cuando regresó a casa.

“Donde está Ana sí que es de riesgo”, dice Alex, “porque quizás viene en la ambulancia alguien que se ha caído y tiene un problema en la rodilla, y quizás esta persona es positiva y no lo sabe. Yo cada vez que se va a trabajar y vuelve, estoy asustado. Nunca he sido propenso a tener miedo a enfermedades, y ahora hace unos días le hicieron la PCR a mi mujer y a Sandra porque tenían diarrea y dolor de estómago. Han dado negativo, pero durante dos días he tenido mucho miedo y me he planteado irme a casa de mi madre. Tengo miedo porque he salido de una cosa que no he vivido pero que me explican, y con todo el que he pasado, yo no sé si lo pasaría dos veces. Me dicen que he tenido mucha suerte, pero ¿la suerte me tiene que sonreír dos veces? Los anticuerpos duran unos meses y, como dice Alba, hay gente que ha vuelto a caer”. Alba asiente: “Yo les preguntaba ‘¿y cómo es que vuelves a estar aquí? No se supone que hay anticuerpos durante cierto tiempo?’ y me decían ‘sí, pero fui de los primeros’. Y quizás acaban ingresados en la UCI. Y yo pienso: ‘¿Y si lo vuelvo a coger, qué?’. Yo he visto a muchos pacientes, pero no son mi padre”.


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Familia, tenéis toda mi admiración!