Pasqual Maragall escribió hace casi veinte años un artículo profético que, como tantas otras veces, el tiempo ha acabado confirmando. ‘Madrid se va’ era el titular (El País, 27 de febrero de 2001) y allí vaticinaba «la sorpresa que se llevarán los uniformistas el día que España les, diga a golpe de urna, que no es como ellos querrían que fuera, que es libre y diversa, que está hecha de singularidades potentes y sensatas, capaces de entender y respetar un proyecto común. Común, no impuesto». Esta sorpresa cuajó en la mayoría parlamentaria de la moción de censura, que derribó Rajoy.
La corrupción sistémica del PP actuaba de argamasa, pero lo que tomaba forma era la España «libre y diversa» frente a la «uniformista e impuesta». Significaba la unión de quienes se sentían víctimas del poder centralista, desde catalanes a vascos, de gallegos en ‘Teruel existe’. De canarios valencianos.
El día 1 de junio de 2018, en que cayó Rajoy, se hicieron visibles dos maneras de entender el país, incluso para aquellos que ya no creen en España. El PP perdió el poder central, pero un año después reconquistó el Ayuntamiento de la capital y retuvo la ‘joya de la corona’, la Comunidad de Madrid. Su laboratorio de políticas neoliberales, su gran fuente de financiación y corrupción, su paraíso fiscal, el altavoz conservador ante el nuevo gobierno de izquierdas.
La Comunidad de Madrid es la clave de bóveda de los populares y para no perderla, en 2003 recurrieron a la compra de dos diputados del PSOE (el conocido Tamayazo) y ahora se han vendido el alma a la ultraderecha de Vox. Madrid bien vale … Lo que haga falta.
La Comunidad de Madrid está gobernada por el Partido Popular desde 2003. Durante estos 17 años, ha hecho de oposición a los gobiernos centrales cuando estaban en manos de la izquierda y se ha beneficiado de trato de favor cuando mandaba la derecha (gobiernos de Aznar y de Rajoy). Aunque tanto el PSOE como el PP si en algo han coincidido es en apuntalar el modelo radial, que ha hecho de Madrid un polo centrifugador de energías, inversiones y potencialidades. No se explica la ‘España vaciada’ sin esta macrocefalia capitalina.
El problema viene de lejos. Forma parte de la historia de España. Siempre ha estado presente la pulsión centralista, fomentada por la concentración en la capital del llamado Deep State, el Estado profundo formado por redes de complicidades que funcionan en las estructuras administrativas al margen de quien ocupa el poder democrático. Una confluencia de intereses a los que se añadió más que nunca el gran poder económico, impulsado por las políticas privatizadoras y el tráfico de influencias de la época Aznar (1996-2004).
Mientras la Constitución avalaba un país casi federal, en la práctica las políticas reales hacían que Madrid concentrara cada vez más poder, hasta llegar a ser un ‘monstruo político’, cuyas principales víctimas eran, y son, los propios ciudadanos madrileños. Un ‘monstruo’ que alimenta la injusta identificación de una élite privilegiada con el concepto ‘Madrid’, que algunos presentan como fuente de todos los males.
Los madrileños son víctimas de tantos años de corrupción, de olvido de los barrios obreros, de clasismo entre distritos, de obsesión por privatizar todos los servicios públicos que pueden ser fuente de negocio, empezando por la sanidad, de demagogia simplista, del secuestro de la ciudad por los intereses de los más privilegiados del país… No son problemas solamente de Madrid. También aquí nos suenan familiares. Pero los dirigentes de la Comunidad los han llevado al paroxismo.
La pandemia tiene la triste virtud de poner trágicamente en evidencia las degradaciones políticas y morales acumuladas en el tiempo. Es lo que estamos viviendo en Madrid desde que estalló la COVID. Decisiones propagandísticas, por encima de los criterios científicos; y banderas, muchas banderas, para ocultar una gestión pésima. Especialmente, en el caso de una asistencia sanitaria debilitada por años y años de recortes y en el trato a las residencias geriátricas que la Justicia deberá decidir hasta qué punto es delictivo, pero que, sin duda, fue inhumano. Una gestión que contrasta, incluso, con la sensatez mostrada por otras comunidades gobernadas por el PP.
Lo decíamos, el PP más duro, por la Comunidad de Madrid, está dispuesto a todo. Incluso a jugar con la vida de los madrileños. Por ello, la batalla de Madrid, que observamos con estupor y vergüenza ajena, representa mucho más que una lucha política. Es el combate de dos formas de entender el país, los derechos humanos, la dignidad. Es una batalla cultural en el más amplio sentido de la palabra, en el que están en juego las concepciones de los valores que dan sentido a la vida. Y, también, aquella «España libre y diversa» que anunciaba Pasqual Maragall.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Diari de Tarragona

