En las últimas semanas los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) han vuelto a aparecer con fuerza después de estar cerrados durante los últimos meses debido a la pandemia por el Covid-19. El CIE de Barcelona volvió a abrir el pasado 6 de octubre donde ingresaron más de 81 personas provenientes de Mallorca que habían llegado en patera. Aunque la reactivación de los CIE fue denunciada por más de 130 entidades de todo el Estado y los Ajuntaments de Barcelona y Valencia para chocar frontalmente con los mínimos a nivel de salud, de dignidad y de respeto de los derechos humanos ante la situación por el Covid-19 en la que nos encontramos, el Ministerio del Interior hizo oídos sordos y les abrió igualmente. Tres días más tarde del ingreso de estas 81 personas en el CIE de Zona Franca se detectó el primer positivo por Covid-19 que estuvo en contacto con más de 35 personas con las que compartía módulo. Los colectivos antirracistas de Barcelona y el mismo Ajuntament volvieron a exigir el cierre del CIE ante esta situación tan grave pero hasta la fecha no ha habido ningún cambio y las personas internas siguen conviviendo en un centro donde es imposible garantizar las medidas sanitarias adecuadas ante el contexto actual.
Mientras tanto, el Tribunal de Justicia de la UE emitía una sentencia en la que examina la compatibilidad de la Ley de Extranjería con la normativa europea actual en materia de deportaciones. La sentencia concluye que son perfectamente compatibles, ya que mientras que la Directiva europea de retorno plantea la expulsión del territorio y la sanción como alternativas intercambiables ante el hecho de que una persona se encuentre en situación administrativa irregular, la Ley de Extranjería plantea expulsión como medida de última ratio y sólo justificada por circunstancias agravantes – y por lo tanto la multa como primera opción en su ausencia. Una multa que a pesar de considerarse una medida más proporcional que no una expulsión – que va de la mano de una prohibición de retorno al territorio durante cinco años – no deja de ser una pieza más del engranaje de la violencia institucional que representa la Ley de Extranjería hacia las personas migradas en España. Una violencia reafirmada por los tribunales de justicia estatales y autonómicos que han hecho siempre una interpretación restrictiva de la Ley de Extranjería, dictaminando prácticamente siempre la expulsión, habiendo circunstancias agravantes o no. La llamada sentencia de Luxemburgo ha sido celebrada por entidades de defensa de los derechos humanos como punto de inflexión ante la desproporcionalidad de la violencia institucional dirigida hacia las personas migradas al Estado. Una celebración agridulce aun así, ya que la sentencia a lo que finalmente está apuntando es a que durante veinte años en España no se ha estado cumpliendo la ley, durante los cuales y por este motivo cientos de miles de vidas se han visto truncadas. Una celebración agridulce porque es un paso pero ni de lejos lo suficiente.
Porque si el contexto actual de pandemia y a la sentencia de Luxemburgo le añadimos que la gran mayoría de las personas que son internadas en los CIE finalmente no son expulsadas, aparece con gran y contundente claridad la exigencia ya histórica en todo el Estado del cierre de todos los CIE. Los CIE, tal como se ha recordado en reiteradas ocasiones desde el Estado, son los centros que tienen como objetivo internar a las personas que se encuentran en situación irregular como medida cautelar destinada a garantizar su expulsión. Si los CIE han vuelto a aparecer desde hace pocas semanas, lo han hecho demostrando de manera atronadora que son centros absolutamente anacrónicos y contrarios respecto a los derechos humanos.
Las deportaciones, como los CIE, tal como indica el reciente informe publicado por Íridia – Centro para la Defensa de los Derechos Humanos, se pueden considerar como una “política ideológica, selectiva y discrecional que justifica el control constante de la población migrada”. Hace pocos días, en un medio de comunicación se explicaba la experiencia que vivió Rigoberto, de 19 años, que mientras estaba en la puerta del lugar donde trabaja, los Mossos le pidieron la documentación y al no tenerla por estar en situación administrativa irregular le abrieron un expediente de expulsión. Desde SOS Racismo hace años que denuncian como práctica ilegal las identificaciones por perfil racial que llevan a cabo los cuerpos policiales que, como con el ejemplo del Rigoberto, piden la documentación sin tener ningún tipo de indicio de que la persona esté cometiendo un delito. Los proyectos de vida de las personas migradas cuelgan del hilo invisible pero firme y absolutamente destructivo que representan las deportaciones y todos los mecanismos y engranajes que las sostienen. La violencia y el racismo institucional de la Ley de Extranjería tienen un impacto directo y material en cientos de miles de proyectos de vida y que como tales deben erradicarse y desaparecer si queremos ser capaces de hablar y sobre todo de vivir en sociedades abiertas, democráticas y libres que sólo podemos construir entre todas y todos.


