Han transcurrido ya muchos meses desde primavera, cuando nos confinaron de modo inaudito. Ahora recuerdo ese periodo entre el estupor, un reposicionamiento y la felicidad. Lo primero, harto comprensible, se debió a la situación global, aún impotente para aprehender el alcance de un virus demoledor, si bien no suficiente para terminar con la pasividad ciudadana, sedada tras años de neoconservadurismo, como si nadie tuviera ánimo para rebelarse contra la peor clase política de los últimos decenios.

Al principio acaté las normas, y así fue cómo surgió lo segundo, una reformulación para conocerme mejor a partir de renunciar a las órdenes impuestas al comprender las virtudes de la autorresponsabilidad, casi un imperativo categórico por aquello de sentirme libre y seguro mientras no perjudicara de ningún modo a mis semejantes.

Al tener claras estas premisas abracé el consuelo de una dicha delimitada en el territorio al ser incapaz de quedarme entre cuatro paredes por el afán de pasear. Me marqué una serie de fronteras para no correr riesgos y redundar en el cumplimiento de la ley, sin temer a los gestapistas de balcón, tan entusiastas durante aquellas jornadas de pesadilla al quitarse la máscara y ejercer ese fascismo reprimido sin filtros.

Con el paso del tiempo esos meses tienen un aire entre terrible y grotesco. Una buena mañana avancé en exceso, hasta alcanzar la plaça de la Virreina. Había ido demasiado lejos y me entró cierto miedo por si me pillaba un policía a más de veinte minutos de mi casa, brújula para caminar hasta determinados topes geográficos.

Al norte mis pies se paraban en la plaça Catalana, deprimiéndome la vista del carrer de Llobet i Vall-Llosera, con su maravillosa cuesta como antesala de la Font d’en Fargues. Al este me plantaba hasta Felip II por aquello de volver por Concepción Arenal con mi carrito en la mano por si aparecían agentes uniformados. Con el oeste no pude reprimirme por amor al señor Rovira y su plaza, donde terminaba mi mundo, finiquitado al sur en la Meridiana, justo al lado de la estación del Clot.

cruce de Sócrates con el pasaje de Joaquim Rita | Jordi Corominas

Lo curioso de toda esta historia fue darme cuenta de hasta cuándo podía resistir sin moverme a mi puro antojo. Duré poco más de un mes. Una mañana, armado con mi cámara de fotos, debí ir por fuerza mayor a Gran de Gràcia para una gestión y ascendí hasta Vallcarca como preludio para un recorrido hasta la Salut y sus aledaños. Más tarde, envalentonado, reincidí hacia la Meridiana, y aquí es donde empieza la investigación de estas próximas semanas.

La antigua carretera de Granollers es el patito feo de las avenidas matemáticas trazadas en la imaginación de Ildefons Cerdà. La Diagonal es una especie de alfa y omega de la capital catalana, mientras el Paralelo, perdido el esplendor de su época dorada, aún tiene infinitas posibilidades de mejorarse sin extinguir su esencia. Ambas gozan de cierta popularidad, y casi resulta inevitable cruzarlas en algún momento del día a día, no así la Meridiana, asociada con el tráfico motorizado y marcada por la verticalidad franquista, como si los barrios justo debajo de su trayectoria fueran prescindibles. Esto se ha remediado en su tramo comprendido entre la Farinera del Clot y la estación de cercanías, no así en el resto de su rectitud, perjudicada por bloques de pisos y el estigma del Hipercor, en la memoria ciudadana sinónimo del trágico atentado de junio de 1987.

El gran centro comercial es el muro de Berlín de dos barrios con mucha solera y demasiado desconocimiento, la Sagrera y Sant Andreu. La separación entre esas zonas puede apreciarse en varias fotografías del siglo pasado, observándose huecos notorios entre la Iglesia del Sant Crist de la actual plaça dels jardíns d’Elx y la Hispano-Suiza, espacio gigantesco reemplazado en 1986 por el parque de la Pegaso.

La estación de Sant Andreu Arenal | Jordi Corominas

La Meridiana tiene demasiados lastres en su bagaje. No se urbanizó al 100% hasta los años sesenta del Novecientos, y cuando Porcioles y otros mandamases cortaron la cinta la llenaron de puentes de desprecio al peatón, iglesias de estética brutalista y una sobredosis de asfalto nada idónea para amarla de ningún modo, algo más reforzado por esos edificios en función de pantalla, como el de Oriol Bohigas, caritativo desde su habitual arrogancia, casi como si ofreciera esa colmena a los más desfavorecidos cuando, en realidad, la originalidad de su fachada es otro soldado más, otro valla potenciadora de amnesia al vetar lo trasero de su monstruo, elogiado por convención e hipocresía de muchos quilates. No es horrible, sólo es otra muestra más de un arquitecto demasiado inteligente como para realizar tantos estropicios en los barrios durante su primera madurez, del Guinardó al Poblenou, de Escorial a nuestra protagonista parcial de hoy.

Parellada 1890 Mapa de la zona l’any 1890| Jordi Corominas

Mi relación con Sant Andreu ha sido longeva y hasta hace poco nada profunda. Visitaba el pueblo agregado en 1897 para visitar a mis tíos, organicé alguna ruta muy básica por sus calles y poco más. Quizá esto se veía determinado por el paso constante por la Meridiana y la repetición de unas rutinas inalterables, más enfocadas hacia Gràcia como epicentro de mi existencia.

Un miércoles de mayo bajé hasta alcanzar la estación de Sant Andreu Arenal, hasta entonces una mera referencia al entrar en Barcelona desde el Vallés. La inauguraron en 1909, bien cerca del torrent d’en Piqué y la joven rambla de Santa Eulàlia, hilvanada como lugar de ocio y engarce entre Sant Andreu y la parroquia de Vilapicina. Esta comunicación peatonal se jalonaba con el inicial apeadero de la compañía de los ferrocarriles del norte, proyectado al menos dos décadas antes, según confirmo mediante un mapa. El enclave pasó a tener cierta raigambre en los aledaños, en ciernes hacia una transformación, y en ese sentido el tren siempre ayudaba, así como el efecto edilicio de pertenecer a Barcelona, recaudadora de impuestos e impulsora de la unificación de un mundo rural hacia unas coordenadas menos dispersas y más sólidas desde el callejero. Ello fue posible gracias al anhelo de muchos propietarios de urbanizar sus parcelas para así sacar beneficios de relumbrón.

Inicio de la calle de Sócrates | Jordi Corominas

Dejé atrás la estación, desde los años cincuenta de aspecto más o menos estable, la escuela Jesús María y descendí por un tramo poco o nada convencional. Esa fue mi primera sospecha de haber dado con un qué está pasando aquí de manual. La placa del nomenclátor me informaba de hallarme en el carrer de Sócrates, y nunca lo podré en duda, pero la forma de ese trecho era una fiesta del despropósito, y cuando eso ocurre suele ser por haber violentado lo pretérito con el fin de extender tentáculos modernos sin respetar el entorno, craso error porque este siempre impone su configuración. Eso intuí por una escalera y una doble rampa más bien torpona. ¿Qué fue eso? Sólo podía ser un torrente, incrementándose esa certeza tras perderme a la izquierda por el passatge de Joaquim Rita y regresar a Sócrates. En la encrucijada de ambas lo forzado de un inmueble hizo brotar más interrogantes en mi cerebro. Sin duda la respuesta estaba en un curso fluvial, aunque antes de localizarlo divagué unas horas con Joaquim Rita, penúltima pista hasta abrazar a Parellada, una fascinación a completar con sutiles migajas incrustadas en el presente.

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