Todos mis escritos barceloneses, huelga decirlo, parten de la experiencia hasta zambullirse en lo concreto de una investigación para resolver infinitas preguntas. A lo largo de la vida paseamos lugares y, sólo con el tiempo, estos se interiorizan hasta acentuar la necesidad de escarbarlos.
Cuando era más joven usaba los pasajes de Roura y Catalunya para acceder al Camp de l’Arpa o sortear la monotonía de Industria. Cambiamos, es evidente, y ahora mismo disfruto de esa rectitud para desentrañar sus minucias significantes. La magia de descubrir una ciudad también consiste en poder elaborar múltiples rutas para alcanzar un destino, y lo mismo acaece con la escritura. Conformarse es una derrota, aunque en ocasiones los atajos pueden sorprendernos, como en este caso.

Cuando era muy joven amaba leer los clasificados de los periódicos, una tarea inútil a priori para un adolescente, si bien cuando uno se forma todo ese amasijo de palabras es un tesoro de información. Lo ratifico transcurridas las décadas desde mi amor a la hemeroteca.
Esta nos conduce a una clave para responder a tanta belleza popular concentrada en pocos centenares de metros. Las casas de estas travesías se construyeron sobre todo durante el segundo lustro de los años veinte; la nómina de arquitectos contratados es notable y uno podría pensar en la voluntad de sus propietarios para combinar la tranquilidad de esa zona fronteriza con una vivienda digna y aburguesada.
Quien piensa así no se equivocará, y en su mente aparecerán términos como gentrificación, tan actuales y siempre omnipresentes. Esta puede tener distintos rostros. Los anuncios de prensa nos guían hacia uno elemental: el alquiler para embolsarse unos buenos duros.
Vayamos poco a poco. El nombre de ambos pasajes tiene una explicación más o menos lógica. Las tierras de Roura, más cercano a la intersección entre Industria y passeig de Maragall, por donde se enfilaba la antigua carretera de Horta, pertenecieron, según la no muy fiable web del nomenclátor, al Marqués de Castellbell, quien en 1901 las cedió a Josep Maria de Sivatte i Llopart, desde 1899 Marqués de Vallbona y uno de los más destacados líderes del Carlismo catalán.

En Barcelona este señor sobresale por la erección del castillo de Torre Baró, en una periferia extrema muy provechosa en clave política para sacar fotos y no remediar nada. Desconocemos, por lo tanto, quién sería el tal Roura. Con Catalunya vamos más atinados por ese adagio según el cual muchos pasajes reciben el nombre de una calle casi contigua, como sucede en este caso, pues Sant Quintí antes homenajeaba al Principado, metamorfoseándose durante la Dictadura de Primo de Rivera para alinearse con otras vías del falso Eixample como Cartagena, Bailén, Dos de Maig, Independencia y otras loadoras de batallas y efemérides hispánicas.
Dicho esto confieso mi obsesión, tras visitar mi querido Arxiu Municipal, por un hombre presente en la génesis de nuestros dos protagonistas. Se llamaba Justo Mateu Pérez, residía en el carrer Dos de Maig 263 y tenía gran interés en comprar terrenos en esos caminitos y mejorarlos para obtener beneficios. Las pruebas, tan abundantes como escasos son sus datos biográficos, lo demuestran con creces. En Roura requirió los servicios de Josep Alemany, famoso por la fachada del Molino del Paralelo y el Campo del Barça en Les Corts; más tarde debió erigirse en gran portavoz de la comunidad al ser el responsable de cerrar con una reja una de sus entradas colindante con Córcega, con la otra sin urbanizar hasta mediados de los años sesenta. Culminó su plan el 21 de octubre de 1936, en plena Guerra Civil y luego perdemos su pista.

En el de Cataluña se esclarecen sus intenciones. En agosto de 1928 hizo migas con Josep Alemany y le solicitó trabajar en otra finca, y no era la única de su posesión. Ese mismo año donó otra al matrimonio formado por Pere Cervelló y María Alsina Aragonés, ambos residentes en Dos de Maig 263. Eran vecinos de Justo Mateu y asumieron el jaleo de su amigo, quien no tenía muchos miramientos a la hora de saltarse la ley, con alturas de los inmuebles inadecuadas para el reglamento y cuartos sin señalizar en los planos.
Esta pareja vivía en 1945, cuando concluyó el pleito por estos desajustes, en el número 110 de Bailén, y uno los imagina como unos ejecutores de los designios de ese minúsculo cacique con tal de rentabilizar sus inversiones, algo constatado de nuevo en los breves de La Vanguardia, donde insistía con machaconería en vender a módicos precios casitas recientes del pasaje de Catalunya.
No sólo moraban piratas en esos parajes, cuya alineación se aprobó, sin ser oficial, entre el 29 de enero y el 21 de abril de 1925. El ancho de estos pasillos urbanos debía ser, y es, de cuatro metros, suficientes para no disturbar su hermosa paz, bien surtida de villitas aún respetadas, muchas de ellas, a imitación del ya celebérrimo Justo Mateu, adquiridas por lugareños de los alrededores y conminadas a proyectistas de renombre como Jaume Mestres, Melcior Vinyals, Luis Gonzaga Colomer, Jaume Sanllehy, cuyo legado hasta ahora se cifraba en un bloque de curiosa puerta en el lado mar del cruce entre rambla de Catalunya y Aragó, Arnau Cabret y, por supuesto, Josep Alemany, a quien corresponde el trozo más grande de este pastel con una existencia más bien plácida donde es un placer analizar sus frontispicios y desmenuzar su cronología grabada en la piedra.
Sus acontecimientos de más trascendencia son un suspiro. A finales de mayo de 1933 el chofer Jaime Martínez fue auxiliado en el dispensario de Sant Martí. Tres individuos lo ataron de pies y manos en Pedralbes, dejándolo tirado en el ingreso del pasaje de Catalunya con Industria, previniéndolo no de no gritar si quería contarlo. El pobre conductor, de dilatada experiencia en el sector, debió ver arruinada su trayectoria. En 1941 lo localizamos como palero del buque Campalans, pendiente de citación judicial como el resto de su tripulación.

El 29 de junio de 1947 la Gaceta Municipal, siempre escueta, aprobaba la desaparición del passatge de Catalunya y el alargamiento del de Roura. Quien escribe cavila sobre una fusión de ambos, nunca realizada, pues pese a los constantes avisos esa furia destructora, a la que volveremos en otros episodios de la serie, nunca se materializó. Para evitarla Aguas de Barcelona presentó un recurso, desestimado. El misterio sobre esta reclamación se asocia con un torrente, el de Bogatell, nacido en las montañas del Guinardó hasta descender de modo irregular a la derecha de Sant Quintí, circular a la vera de Can Miralletes y derivarse hacia Rogent justo al lado de Catalunya. Esta síntesis es imperfecta porque se ha vertido tinta sobre la cuestión, pero tras meses de pesquisas no estoy lejos de encauzar, nunca mejor dicho, su relevancia en este límite entre dos mundos.

Hasta 1961 el acceso a Roura y Cataluña aún albergaba cierto regusto antiguo. El primero disponía de campos vírgenes en Industria, mientras el segundo trazaba una línea recta con oscilaciones al pisarlo, de gran pureza visual mancillada cuando, a finales de ese año, se inició la homologación del entorno con un bloque en la esquina de Sant Quintí con Còrsega, hasta enhebrar un tramo indigno por feo, un preludio sin poesía para enriquecer la original, superviviente contra viento y marea en esa jungla sin respeto alguno por pequeñas estéticas y vivencias ajenas a las postalitas municipales.


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