Guillermo Fernández Vara, presidente de la comunidad autónoma de Extremadura, dijo hace unos días que el ritmo de vacunación en su comunidad estaba siendo más lento de lo previsto porque buscaban ser cautelosos y querían observar la reacción ante el fármaco por parte de la población vacunada.
Sin entrar a juzgar las razones que llevaron al presidente a pronunciar tan peculiares declaraciones, lo cierto es que dicha cautela ya se había procurado con anterioridad, pues la vacuna se aprueba una vez que ha pasado por sucesivas fases en las que se contrasta la eficacia y seguridad del fármaco, es decir, la cautela es una exigencia de primer orden en la ciencia farmacológica. En este sentido, una parte del negacionismo respecto de la vacuna para el covid-19, que no de todas las vacunas necesariamente, se fundamenta en la supuesta falta de cautela que sugiere un plazo insólitamente corto en el desarrollo y aprobación de un fármaco que deberá ser inyectado en nuestros cuerpos. A pesar de que se puede demostrar de forma fehaciente el control seguido previa aprobación del fármaco, no hay prueba que calme esa pulsión por la absoluta seguridad. En esta suerte de gran celo respecto al procedimiento científico se detecta un síntoma de lo mal que muchos seres humanos nos manejamos ante la incertidumbre, pues es la incertidumbre y no la farmacología el tema de este artículo.
No es mi intención abusar de los ejemplos farmacológicos, pero debo decir que estos pueden ser sumamente prácticos para vislumbrar la idea que quiero abordar. A este respecto, cualquier fármaco, incluso aquellos que pensamos más inocuos por su uso y abuso cotidiano, presenta algún tipo de contrapartida a sus beneficios. Es decir, todo fármaco tiene efectos secundarios porque, si no los tuviera, probablemente es porque tampoco tendría efectos primarios. Un buen fármaco es el que minimiza los efectos indeseables y maximiza los efectos deseados. Un mal fármaco hace todo lo contrario. No obstante, hay variables de consumo que se deben tener en cuenta y, de entre estas, la dosis y la regularidad de uso son cruciales: a menudo se encuentra ahí la diferencia entre cura y veneno.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el tema del artículo si no es sobre farmacología? La relación es clara y meridiana: hay quién no está en disposición de aceptar ninguna contrapartida a un potencial beneficio, ya sea por ignorancia (¿quién se lee todo un prospecto?) o por miedo (¿quién lee el prospecto si ya sabe que lo que va a leer no le va a gustar?). Y desde mi perspectiva, este pensamiento parte de la idealidad de una absoluta seguridad, del destierro de la incertidumbre y el riesgo como factores indisociables de toda experiencia. Pero este ideal de seguridad no se manifiesta materialmente, y la experiencia no da cuenta de él.
Cuando se pide una garantía de seguridad del 100% para la vacuna del covid-19, por seguir el ejemplo con el que comencé este texto, con frecuencia se exige algo que no solo supondría un control de los efectos a largo plazo del fármaco, sino la capacidad de responder de forma adecuada a todas y cada una de las personas receptoras del mismo, sean alérgicas o no, sanas, inmunodeprimidas, jóvenes, ancianas, etc. La aprobación de un fármaco requiere de una demostración de seguridad ante diversos grupos de poblaciones, pero no ante cada sujeto singular, con lo que no se puede descartar un eventual efecto adverso no previsto y potencialmente peligroso en casos concretos. Sin embargo, no solo es que tampoco se puede asegurar que este contratiempo vaya a darse, sino que, aunque suceda, no se puede obviar que el fármaco no se fabrica y administra por capricho y sí para contrarrestar el efecto de una enfermedad que está afectando gravemente a muchas personas y, a la postre, colapsando sistemas sanitarios.
Por lo tanto, no se trata de buscar la inocuidad total de un fármaco, sino la compensación óptima entre riesgo y beneficio, comprendiendo, entonces, que la aprobación significa que los beneficios generales superan con creces los perjuicios que puede acarrear esta vacuna. Sin embargo, este cálculo no despeja el factor de la incertidumbre: cuando uno, como persona singular, se cuestiona sobre los posibles efectos indeseables que el fármaco pueda presentar en su cuerpo, no hay forma de garantizar el éxito absoluto de la empresa vacunadora.
Sin ánimo de ser macabro: tampoco hay garantía alguna de que cuando se coge el coche o el transporte público por la mañana para ir a trabajar no se vaya a padecer un accidente fatal. Y a pesar de todo, hacemos uso de nuestros medios de transporte y no tan solo por obligación o negocio, sino también por ocio. ¿Y por qué? Quizás sea porque ya hemos interiorizado el cálculo previamente apuntado. No obstante, estimo que en general ni siquiera es algo que se tenga en cuenta: el riesgo se ha minimizado y no solemos ni siquiera pensar en que lo corremos. Tal vez, esa sea la mejor estrategia para vivir tranquilo: no pensar en el riesgo. Pero lo corremos, tanto en esa como en multitud de otras decisiones diarias de nuestra vida. La incertidumbre nos rodea y nos penetra, aunque a menudo pareciera que nos quisiéramos abstraer de ella.

