“Pijos punks de mierda”, con esta frase resume un adulto joven su análisis de lo sucedido estas noches en Barcelona. Se lo suelta a un compañero mientras caminan por Paseo de Gracia, en medio de operarios que tapian las últimas tiendas en previsión de nuevos altercados.
Podemos arriesgar una interpretación: pijos porque calcula que son gente con sus necesidades sobradamente cubiertas; punks alude a su agresividad y afinidad por los discursos anarquistas, reflejada en las numerosas pintadas de la “A”, símbolo anarquista y emblema típico del punk; mierda alude al desecho, lo que evacuamos carente de valor, destino que parece adjudicarles. A esto, podemos añadir el tono despectivo y de rabia con el que escupe su frase y que niega cualquier discusión posible al respecto.
En el otro extremo, podemos situar a los que callan o justifican esos actos imputando su responsabilidad a la actuación de la policía –“ellos fueron los provocadores”- o confundiendo la legítima y firme defensa de derechos fundamentales -como la libertad de expresión-, patente a lo largo de las manifestaciones, con lo sucedido al final, de otra naturaleza y ajeno a lo primero.
Las dos posiciones, aunque antagónicas, comparten un mismo rasgo: prefieren no saber lo que está pasando realmente, más allá de sus prejuicios ideológicos o humorales. Eluden saber lo real de esos fuegos que arden en medio de la noche. No es la primera vez, ni será la última. Las revueltas juveniles estaban ya presentes en la Grecia clásica, donde Platón y Aristóteles escribieron páginas refiriéndose al descaro de esos jóvenes que violentaron la autoridad. Giovanni Boccaccio, en El Decamerón, se refiere también a esos indisciplinados en medio de la peste que asoló Europa en el siglo XIV: “El gozar y el beber mucho y el andar solazándose, y el satisfacer todos los apetitos que se pudiese, y el reírse y burlarse, era medicina infalible contra el mal”. Las Juventudes hitlerianas fueron la fórmula nazi para contener, mediante la disciplina militar, los disturbios generados por esos mismos jóvenes que las integraron y la década de los 60 fue una explosión de revueltas en todo el mundo, especialmente en ciudades como Los Ángeles, Nueva York o Londres donde las gangs juveniles campaban a su aire, sin escatimar la violencia callejera. Podríamos seguir con el inventario hasta nuestros días.
Su repetición implica la existencia de una ley constante: su doble cara de mensaje de denuncia y, a la par, de goce mortífero y pulsión destructora desbordada. La denuncia que se escucha tiene razones diversas: desde la injusticia hasta la tentación autoritaria del sistema, pasando por la corrupción y el cinismo de muchos de sus representantes. Esa denuncia se grita en la calle porque muchos, la mayoría, no confía en que se escuche en las instituciones. Como toda denuncia, es discutible, pero en ningún caso sirve de mucho ignorarla. Insistirá hasta hacerse oír. Sus modos son desafiantes y radicales porque ese es el lenguaje en el que sus protagonistas se sienten auténticos, lo otro les parece una pose insostenible.
La otra cara de la violencia, la más oscura, es la más inquietante. Lo que arde y lo que se arroja no son solo containers o adoquines, es también la rabia y el odio, destilados a veces durante tiempo. El odio a los policías, que encarnan a los guardianes del sistema, es también el odio-de-si-mismos de esos jóvenes por el sentimiento, consciente o no, de que no les aguarda un futuro muy halagüeño. Los nacidos en los 80 fueron los primeros en ver disminuir su nivel de vida respecto a sus progenitores, los de los 90 tienen dificultades serias para encontrar un trabajo que les permita emanciparse dignamente y los que ahora tienen 20 años -buena parte de los presentes en los altercados- tardarán en encontrar un trabajo e irse de casa.
Junto a los indignados por este No Future, hay los que gozan de la escena sin pudor, disfrutan del enfrentamiento y la destrucción, a veces por el simple placer y otras amparados en confusas argumentaciones ideológicas de carácter nihilista. No faltan los sujetos más lumpen, aquellos desheredados de la historia que no dudan en pillar su botín como consuelo. Esa amalgama de pasiones confiere al fenómeno su carácter caótico y acéfalo, no hay ningún interlocutor posible porque allí no hay ya lugar para la palabra ni la mediación. Es una escena catártica que dura un tiempo, hasta que la pesadilla vuelve a convertirse en sueño y nos deja descansar.
El problema, como recordaba el psicoanalista D. Winnicott a propósito de las revueltas juveniles en el Londres de los ’60, es que “Hoy en día, desearíamos más bien que la juventud durmiese desde los 12 años hasta los 20 pero la juventud no dormirá. La tarea permanente de la sociedad, con respecto a los jóvenes, es sostenerlos y contenerlos, evitando a la vez la solución falsa y esa indignación moral nacida de la envidia del vigor y la frescura juveniles.” No cabe, pues, ignorar sus sueños si no queremos encontrarnos cada poco tiempo con el retorno de la pesadilla. Para lo cual, debemos ofrecerles las oportunidades que requieren para que puedan, como protagonistas, elegir su destino. Esa oferta incluye -como dice Winnicott- sostenerlos, pero también contenerlos, sobre todo para que no sean ellos los que terminen ardiendo en sus propias hogueras.


