Todos estos paseos tienen su intrahistoria. A lo largo de mi vida siempre he ido con una cámara de fotos encima. Con el estallido de la pandemia reforcé más esta relación y desde entonces, a partir mis indagaciones, el archivo ha aumentado en más de cincuenta mil imágenes, quizá únicas al plasmar la ciudad en este tiempo extraño.

No iremos por esa senda. Cuando termino un artículo busco las instantáneas justas para ilustrarlo, y como debo ordenar las carpetas por calles, una tarea más bien hercúlea, en muchas ocasiones paso más horas buscándolas que escribiendo los textos.

Otra consecuencia de esto es sentir una insatisfacción por lo redactado, como si no hubiera completado el rompecabezas, algo muy comprensible pues estos no deben cerrarse, es más, su puerta debe permanecer siempre abierta.

En fin. Esta semana volví al lugar del crimen, la antigua urbanización de la Torre Vélez, con la misión de fotografiar para mí mismo. Mi plan matinal es bastante sencillo. Tomo dos cafés, me espabilo y salgo a la calle con una ruta sólo delimitada en los espacios a recorrer. Una vez en ella el instinto, o los pies, me conducen allá donde quieren.

La visita a estos dominios se saldó muy positivamente. En primer lugar, porque quedaron cosas en el tintero, y en segundo por tener una comprensión de mayor de ese entorno, a relacionar con los cercanos por una lógica urbanizadora de la zona, progresiva, pero con un apogeo inicial en los años veinte. Aun así, un papel puede informarnos de una fecha, sin significar que esta ocupe todo el arco de edificación del perímetro.

Aquí lo vemos con mucha claridad por las dos calles menos relevantes del conjunto. Niza, de Cartagena a Castillejos, es uno de los sitios más feos de toda la ciudad condal. La culpa no es del chachachá, sino de sus horribles inmuebles del tardofranquismo, inmundos desde lo estético y tan sólo útiles por alinearse en lo concebido con anterioridad.

El carrer de Niça | Jordi Corominas

De ese tramo de Castillejos mejor no hablar, pues en caso de no existir hasta estaríamos mejor como país. En cambio, Josep Ciurana y Pere Costa, un saludo a los responsables de la comisión del nomenclátor, sí tienen ese aroma de belleza y cooperativismo, de aire y silencio.

Antes de Josep Ciurana hubo otros propietarios con afán de urbanizar esos terrenos. El 29 de junio de 1858, poco después del derribo de las murallas, Josep Vilà de Casanovas presentó un proyecto, y durante más de una centuria su legado se mantuvo por las calles de Bona Sort y San Cirilo. Lo más sustancioso del mismo, más allá de crear una cuadrícula con cuatro travesías interiores, radica en su alusión a los hornos de Can Velas, como los campesinos denominaban al enclave. Estos ingenios, arquetípicos de un Guinardó extinto, seguían en funcionamiento cuando tomó el relevo Josep Ciurana. Así lo recoge La enciclopèdia dels barris de Barcelona. En un breve leemos la siguiente nota: “Josep Ciurana i Cabré, carrer de Girona 51, 1r. 2a., posseeix i administra, com pertanyent a la seva muller, Maria Costa, una propietat anomenada Torre Vélez, vulgarment dita Can Velas, inmediata a l’Hotel Casanovas i a no gaire distancia de l’Hospital de Sant Pau, en la qual propietat hi ha diverses pedreres de pedra calcària a propòsit per a la construcció i el gravat, que avui explota pel seu compte. A la pedrera, el metre cúbic de pedra per a paredat, a 1,65 pessetes, i el de pedra grava per afermar, a 2,85. A peu de l’obra la pedra de construcción a 3,15 pessetes.”

El horno de calcio de Ciurana se localizaba más o menos donde hoy en día el túnel de la Rovira marcha en dirección a la rambla del Carmel. Además, la Vélez gozaba de sus canteras, bastante más arriba de su ubicación. Esta puede situarse, sin muchos problemas, en el actual Colegio Abad Oliba-Spínola, ocupado con anterioridad, por la Maison d’assistance française.

Esta última referencia aparece en los mapas de la guía PICS de 1929. Dejo atrás la Urbanización de la torre Vélez y alcanzo la plaça de la Font Castellana, ornada en su centro con una instalación acuática, un mosaico firmado en 1991 por la escultora Madola, aunque la mayoría lo atribuye, desde la ignorancia de la ausencia de pedagogía de proximidad, a Joan Miró.

Mapa de la zona correspondiente a la guía PICS, de 1929

Desde su mismo centro intento comprender el aluvión de vías en confluencia hacia un mismo punto. Mediante el planisferio de 1929 compruebo algo intuido. Durante esos meses el carrer de les Camèlies terminaba a la altura de Sardenya. Quién sabe si por esto mismo Mercè Rodoreda comunicó a Joan Sales su decepción, pues si bien la homenajeó en su homónima novela no la consideraba tan bonita al estar, la carta data de 1963, en proceso de profunda metamorfosis.

Un bloque verde separa Camèlies con Verge de Montserrat, por aquel entonces ya bautizada de modo unitario en su recorrido, pues hacia 1920 su trecho del carrer de Génova a passeig de Maragall se dedicaba a Dosrius porque a lo largo de esos metros circulaban las tuberías en dirección al gran depósito de la Compañía de Aguas, santo y seña de los aledaños.

Vista de la confluencia de las calles de las Camelias, Virgen de Montserrat y Polonia con la plaza de la Fuente Castellana | Jordi Corominas

A este lado de mi horizonte se añade una tercera posibilidad como respuesta mediante la calle Polonia. A principios de los años veinte del siglo pasado se emprendió, con resultados catastróficos tanto por su duración como por su nulo efecto de mejora, la urbanización de las parcelas de la masía de Can Baró, a donde volveremos las próximas semanas. Estas pertenecían en 1919 a la familia Santpere, poseedora de una masía al lado del campo del Europa, en Sardenya con Ronda Guinardó.

El entorno del artículo en el mapa parcelario de 1931

La urbanización de Can Baró siguió el procedimiento típico de otras similares. En 1923 una nota de La Vanguardia informa de la propuesta para nombrar sus calles. La número 3 correspondería a Polonia, mientras la 2, al norte desde mi posición, se llamó hasta 1942 de José María Serrano, enlazándose casi hasta el Carmel. Tras la guerra mantuvo esa denominación en la parte superior, yendo para su intervalo entre canteras el recuerdo a Tenerife, como aún se conoce, reluciendo desde los años sesenta por los dos monumentales mamotretos de la Cooperativa Graciense de Viviendas, nacida en 1958 de la mano del Centro Moral e Instructivo, Los Lluïsos y el Orfeón de este popular barrio con el fin de paliar el déficit habitacional. El Patronato de la Vivienda Barcelonés les confirió acomodo justo donde las canteras, alzándose seis bloques con dieciséis escaleras y trescientos sesenta pisos, habitados desde 1971.

Poco después algunos pisos de la calle Tenerife sufrirían grietas por culpa de las obras del túnel de la Rovira, cumpliéndose la profecía de lo inhabitable de esa cuesta medio olvidada, perfecto abono para barracas, como bien glosaron Huertas y Fabre en su Tots els barris de Barcelona, un documento imprescindible e insuficiente, a renovar, como quizá hago desde estas páginas.

Entre tantas opciones debo elegir una, sintiéndome como Alicia en el país de las maravillas. El número 7 de la urbanización de Can Baró correspondió a Praga, ampliada en los años cuarenta hasta hilvanar un curioso paseo hasta el camino de la Legua y uno de los accesos a la Compañía de Aguas al lado de los caballitos de Alfons X. Toda investigación, al menos en mi caso, nace de pequeñas obsesiones, y mientras el viento me despeina avanzo por Camèlies y omito la Biblioteca Rodoreda, tan buena para la barriada, por la llamada de la capital checa. Esta vez prescindiré de un parking mítico por no aceptar Rolls Royce, sólo me acerco para tener un nuevo rumbo para desmenuzar y orientaros.

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