Hijo y sobrino de combatientes andaluces en el bando republicano, algunos de los cuales participaron en la batalla del Ebro y murieron en la guerra, recuerda con detalle historias familiares en que su madre y su abuela se las ingeniaron para reunir a los que estaban vivos y empezar de nuevo, en Catalunya. Simón Ródenas nació en 1946 en Santa Elena (Jaén) y con solo 10 años tuvo su primer trabajo de recepcionista en un mesón. Meses después llegó a Cornellà de Llobregat (Barcelona), donde vivió en casa de su abuela con otros parientes, y empezó a trabajar en un taller.
A los 16 años entró en Laforsa (Laminados y Forjados de Hierro y Acero), en el barrio Almeda, como ayudante de electricista y desarrolló su carrera profesional en la sección de mantenimiento. “Aquello era un hervidero porque era un trabajo muy duro. Normalmente, los trabajadores entraban en invierno porque hacía mucho de frío y allí las temperaturas eran muy altas. De los que entraban en verano, algunos no duraban ni una hora: llegabas y te ponían a trabajar con unas barras de acero candentes, con un calor insoportable, y la gente se iba, algunos ni esperaban a que les pagaran las horas. Casi todos veníamos de los campos de Extremadura y Andalucía, pero teníamos un abanico de todas las regiones de España”.

Había poco más de 250 trabajadores, casi todos hombres, salvo dos mujeres de la limpieza y alguna secretaria. Cada sección funcionaba de manera autónoma y, cuando había algún incidente laboral, quedaba dentro de cada departamento. “Había laboratorios, laminado, acería, mantenimiento, servicios y oficinas, si bien las oficinas centrales estaban en Barcelona. Cuando laminado tenía un conflicto, hacían sus paradas y sus reivindicaciones; cuando acería tenía sus problemas hacía sus hogueras en el exterior y el resto continuaba trabajando en el interior”.
El año 1970, poco después de casarse e ir a vivir a Sant Boi, tuvo el primero gran conflicto con la empresa por un cambio de horario impuesto y, al denunciarlo, ganó el juicio. Los compañeros le animaron a presentarse a las elecciones al sindicato vertical para que fuera más difícil que le echaran. En 1971, entró en el sindicato y en la Unión de Técnicos y Trabajadores (UTT) del Metal de Cornellà: “Efectivamente, me despidieron, pero Magistratura pidió un cambio por suspensión de trabajo, y continué en Laforsa”.
Bajas por accidente del 15%
Cuando leyó el libro de jurado de empresa y conoció todo lo que decía la ley sobre las condiciones de trabajo, saltaron de nuevo las alarmas. “No teníamos nada de aquello, no teníamos la indumentaria necesaria, las condiciones de trabajo eran muy lamentables y había un porcentaje de bajas permanentes muy elevadas, de entre el 10 y el 15 por ciento, tanto por accidente como por enfermedad, sobre todo por accidente. En Laforsa se ganaba dinero, pero las condiciones de trabajo eran de lo más miserable”. Poco a poco se fue familiarizando con las reuniones clandestinas, entró en el PSUC en 1974 y formó parte de la comisión obrera de la fábrica.
“Con los compañeros hicimos una recopilación de las reivindicaciones y, junto con los despachos laboralistas y los abogados Albert Fina y Montserrat Avilés, empezamos a presentar demandas, y las íbamos ganando, demanda tras demanda. Estábamos permanentemente en Magistratura. Los conflictos cada vez iban a más, pero a diferencia de años atrás, en que cada sección iba por su cuenta, ahora no íbamos por separado, porque por separado nos daban leña a todos”.

En paralelo, durante los años 60 y la primera mitad de los 70, hubo diferentes experiencias de huelga en empresas de alrededor, como Siemens, Elsa, Solvay, Pirelli o Seat, así como en toda la comarca del Baix Llobregat. Estas movilizaciones se seguían activamente desde Laforsa porque había simpatía y solidaridad en las luchas obreras en un momento en que aumentaba la carestía de la vida.
“El 75 fue la culminación de todo esto. Para entender qué pasó, se tiene que entender toda una trayectoria de una gente en concreto en un lugar en concreto donde había mucha participación y solidaridad”. Aquel año hubo cambios en la dirección de Laforsa que vinieron acompañados de inversiones millonarias para duplicar la producción. Obligaban a los trabajadores a hacer horas extra y a reducir las vacaciones de verano, a la vez que se introducía un nuevo sistema de trabajo y se sacaban las máquinas expendedoras de bebidas refrescantes. Todo ello creó un clima de descontento general.
El primer despido
El 11 de noviembre, en la sección de laminado, se produjo el detonante que llevó a la huelga cuando se atascó una barra en la cadena de producción y se paró todo el proceso. “Los materiales de producción, las herramientas y la maquinaria estaban obsoletas. Había máquinas que funcionaban porque los operarios ponían falcas en un lado y en otro, y la dirección quería hacer funcionar la tecnología vieja con la nueva. Nos obligaban a trabajar en peores condiciones. Nosotros queríamos incrementar la plantilla y la empresa quería hacer más producción con la misma plantilla”.
Un ingeniero que había entrado hacía pocos días a la empresa, Pedro Goitia, culpó a un trabajador con diez años de experiencia, Antonio Soria Salmerón, de lo que había pasado en la sección de laminado y el operario le contestó: “Yo no tengo cuatro ojos”. El error de producción y la respuesta del trabajador motivaron su despido, hecho que provocó las quejas del resto de compañeros del departamento porque consideraban que no era responsabilidad suya sino de las directrices de trabajar a más velocidad.
“Si nos cambian el sistema de horno de laminado, la temperatura de las barras de acero varía. Si tú haces una cadencia de cada dos minutos una barra, todas las barras tienen una temperatura; si tú cambias la cadencia, pasa lo que pasó: una barra queda enganchada, el operario ve que viene otra barra, la primera todavía no ha salido, la segunda se mete por debajo, y lo rompe todo, rompe los amortiguadores, parte el cilindro y la producción queda parada y se pierde todo el turno”.

Todas las secciones se sumaron a la parada contra el despido de Antonio Soria Salmerón y la fábrica se paralizó. Al día siguiente, el jurado de empresa intentó convencer a la dirección de Laforsa de que rectificara, pero el intento de diálogo no prosperó y la asamblea de trabajadores ratificó la huelga. Esto provocó una oleada de nuevos despidos, pero la asamblea lo tenía claro: “O todos o ninguno”. O regresaban todos a sus puestos de trabajo o no volvía ninguno. Estaban dispuestos a hacer lo que fuera legal, a través de los abogados y de Magistratura de Trabajo, y lo que fuera ilegal. “La huelga era ilegal, estar reunido era ilegal, manifestarse era ilegal, protestar era ilegal. Todo era ilegal”.
Defender los derechos laborales y no guardar silencio ante la muerte de Franco el 20 de noviembre fue visto como una provocación para el régimen y durante las siguientes semanas los huelguistas lo pudieron comprobar a golpe de porra. “Aquello fue muy importante. Que una empresa de 250 trabajadores hiciera huelga mientras el dictador agonizaba, era algo que odiaban. Eso era la bofetada más grande que se le podía dar al régimen en aquel momento. A nosotros nos dieron de palos no porque estuviéramos de huelga, sino porque estábamos de huelga cuando se estaba muriendo Franco”. Laforsa llegó a despedir a 157 personas y las detenciones y las palizas policiales fueron una constante durante las protestas.
Implicación obrera y social
Las movilizaciones adquirieron múltiples formas y en todas hubo dos factores esenciales, la asamblea de trabajadores, que era la que tomaba las decisiones, y la implicación de la sociedad, que se solidarizó con la causa. Durante tres meses y medio recorrieron institutos, universidades, empresas, asociaciones de vecinos, entidades culturales y estamentos religiosos, como la Abadía de Montserrat, para explicar su situación, siempre con su chaquetilla azul de trabajo con las letras rojas donde se podía leer “Laforsa”. Así, fueron concienciando sobre la injusticia que se estaba cometiendo dentro de la empresa y fueron aumentando la caja de solidaridad para los operarios despedidos, que superó los 5 millones de pesetas (30.000 euros).
Cada mañana los trabajadores en huelga se concentraban a las puertas de la fábrica y encendían una hoguera. “Hacía un frío infernal. Venía la Policía y fumábamos, hasta que aparecían los de la Brigada Político-Social y teníamos que desalojar”. Después, se repartían en las diferentes acciones que llevaban a cabo para continuar sensibilizando a la población y sumando más apoyos.

El 21 de diciembre se celebró en el Parque de las Aguas un acto a favor de la cultura catalana y una delegación de trabajadores de Laforsa se presentó para hablar de su conflicto laboral como un problema más dentro de Catalunya, del mundo del trabajo, de la política y, en definitiva, de la cultura y la lengua catalana que se tenían que defender como un todo porque los derechos estaban todos vinculados. “La implicación con el barrio fue fundamental. Primero, porque había muchos compañeros que vivían allá, y segundo, porque la fábrica afectaba al barrio directamente. Había días en que los tendederos tenían la ropa negra, porque según como viniera el aire lo ensuciaba todo y era un desastre. De hecho, conseguimos que incorporaran tecnologías más modernas para limpiar un poco el aire”.
La Cabalgata de Reyes el 5 de enero en Cornellà se convirtió en uno de los acontecimientos más dramáticos, puesto que los trabajadores y sus familias fueron a ver a Sus Majestades y fueron recibidos a golpes por la Policía. “Aquello fue un atropello en toda regla. Yo llevaba a mi hijo a hombros, me dieron un golpe en la espalda y casi me lo tiran. La Policía nos dio de palos, hizo barbaridades, detuvieron a algunos compañeros ante las criaturas… Al final los soltaron, pero fue muy feo, fue una masacre”.
También iban a misa con su chaquetilla azul, fueran o no creyentes, y acompañados de la familia. Era habitual que, en la homilía del domingo, los curas hicieran mención del conflicto de Laforsa. Los sacerdotes Juan García-Nieto, Salvador Torres y Jaume Rafanell eran personas comprometidas con los trabajadores, y les cedían sus iglesias de la ciudad de Cornellà si era necesario. “Tenían una pasión permanente con la lucha de Laforsa. Nosotros entrábamos en grupos pequeños y se respetaban todos los actos que se hacían, con toda la tranquilidad. Acabada la misa, salíamos en fila y cada uno se iba a su casa. Era parte de nuestro recorrido para implicar y dar a conocer nuestra lucha”.
Encierro en la iglesia
El 13 de enero casi toda la plantilla de Laforsa se encerró en la iglesia de Santa María de Cornellà, con el visto bueno del párroco Salvador Torres. Desde el campanario, vieron como centenares de personas se iban acercando en señal de apoyo y como las mujeres de los operarios desfilaban con las chaquetas azules de sus maridos, mientras la Policía, que había rodeado la iglesia, las obligaba a retirarse. “Los amigos y las mujeres nos llevaban comida. La Policía no lo permitía, pero cuando los agentes iban hacia un lado, ellas entraban por el otro, y con cuerdas y ganchos conseguimos que entrara la comida”.
Todo esto perseguía un hito todavía mayor: poner de acuerdo a empresas y ciudades del Baix Llobregat a través de asambleas de delegados de jurados de empresa y de enlaces sindicales para hacer un llamamiento a la huelga general. El atropello fortuito de un trabajador de la empresa Soler Almirall de Sant Joan Despí por parte de un coche de policía ante la iglesia encendió todavía más los ánimos y, tras dos días de encierro y de amenazas policiales, decidieron desalojar la iglesia de Santa María para iniciar una huelga general en la comarca.
La huelga en el Baix Llobregat empezó el 15 de enero y duró dos semanas. Empresas como Siemens, Fergat y Elsa fueron de las más activas, después se sumaron otras hasta extenderse la solidaridad como una mancha de aceite en el conjunto de la comarca. Cada vez eran más las concentraciones y manifestaciones, con las consiguientes sanciones a los trabajadores por parte de sus respectivas empresas.
El 20 de enero, más de 10.000 empleados recorrieron zonas industriales de Cornellà, Sant Joan Despí y Esplugues, para acabar ante el Banco de Madrid en Cornellà, donde recibieron golpes, porras y pelotas de goma. El día 22, tuvo lugar la marcha a Barcelona, que consistió en reunirse, desde diferentes ciudades, en un punto de encuentro de Cornellà y caminar desde allí hasta la sede del Gobierno Civil, junto a la estación de Francia. “En la marcha hubo palos por todas partes, había miles de personas, pero no todas pudieron llegar a la estación de Francia porque no nos dejaron. Hubo heridos y detenidos”.

Las mujeres de los trabajadores de Laforsa también se involucraron, sobre todo las de los dirigentes, que organizaban reuniones en las que decidían qué hacer, desde lecturas de comunicados públicos hasta reuniones institucionales. “Las mujeres visitaban ayuntamientos, compañías del agua y de la luz, guarderías, bancos… Explicaban que estábamos en conflicto y que no podían cobrar la cuota de aquel mes o durante un tiempo, y consiguieron reducciones en las facturas o que se aplazaran”.
106 días de huelga
La consecución de tres meses de huelga y la repercusión en el Baix Llobregat hicieron repensar a la empresa la estrategia del diálogo y aceptó sentarse a negociar. El conflicto se resolvió con la readmisión de los 157 trabajadores, y la suspensión de sueldo y trabajo durante seis meses para seis de los dirigentes, entre ellos Simón Ródenas, y durante tres meses para cuatro compañeros destacados más. La huelga se dio por finalizada el 22 de febrero. Había durado 106 días y era la más larga en Catalunya desde la Guerra Civil.

Laforsa cerró oficialmente en 1982. La compañía se vendió por el precio simbólico de una peseta a un grupo de trabajadores que se unieron en forma de sociedad anónima laboral y que se encargaron de hacer inventario y vender la maquinaria. Simón Ródenas fue uno de los dos vigilantes de las instalaciones. Dos años después, la antigua Laforsa cerró definitivamente. Simón Ródenas tenía 44 años. Habían pasado 28 desde que entró por primera vez.
Le costó encontrar un empleo, sobre todo por su pasado activista. Trabajó como transportista autónomo primero para una empresa de alimentación y después para una de pinturas que distribuía por toda Catalunya. Tenía furgoneta propia y, por problemas de aparcamiento, fue a vivir a Cunit (Tarragona). Hacía tiempo que había dejado el PSUC e hizo lo mismo con el Partido Comunista de Catalunya (PCC). Esto y la enfermedad de su primera mujer, a quién tuvo que atender por problemas de salud, le fue alejando de la primera línea política y sindical. El año 2015, junto con los compañeros Esteban Cerdán y Manuel González, publicó el libro “O todos o ninguno. La huelga de Laforsa”.



