
Richard Sennett, sociólogo estadounidense nos advertía, ya en 1998, de los efectos psicológicos de las mutaciones en las condiciones del trabajo. Señalaba cómo el declive de valores como confianza, continuidad o experiencia daban paso a otros como flexibilidad, polivalencia o innovación que, en muchas ocasiones, eran eufemismos de precariedad laboral. A eso le llamó la corrosión del carácter.
Dos décadas después, asistimos a la confirmación de esos primeros indicios y a la emergencia de algunos síntomas que surgen como protesta subjetiva frente a la disolución -o al menos, el deterioro progresivo- de aspectos instituyentes del trabajo como práctica humana. Sin ánimo de exhaustividad, enumeramos algunos.
Este junio pasado las vacantes de empleo no cubiertas en los EEUU -aquí también ocurre- alcanzaron un récord de 10,1 millones, especialmente en restaurantes, hoteles, cadenas de comida, supermercados, comercio minorista e industria del ocio. Por supuesto, las razones son variadas: miedo al contagio, salarios bajos, horarios imposibles de conciliar con la vida familiar, en algunos oficios baja formación… Que algunos aleguen, luego, que las prestaciones sustitutorias retraen a los trabajadores no hace sino reafirmar -en la mayoría de los casos- los pocos estímulos económicos y de reconocimiento que aportan las ofertas de trabajo actuales.
Otro síntoma lo encontramos en las jubilaciones de los llamados baby boomers, se duplicaron en 2020 con respecto al año anterior, que muestran la frustración y el agotamiento de muchos, agravado por los efectos de la pandemia. Para ellos y ellas, las exigencias de retorno al trabajo han sido un acicate para acelerar su retiro.
Tenemos también los síntomas de malestar generalizado en muchos sectores industriales donde las amenazas de reconversión, y automatización o deslocalización de algunas tareas, son vividas como antesala de desamparo (pérdida de vivienda, paro sin posible ocupación posterior, precariedad social) y desembocan en escenas de violencia y de rabia. Situaciones similares las vemos en otros colectivos precarizados como mujeres con bajos salarios o en economía en negro y sin acceso a prestaciones.
Un último grupo lo encontramos en jóvenes con estudios universitarios que se incorporan a empresas -muchas de ellas multinacionales- con promesas de éxito futuro, pero con condiciones de explotación (bajos sueldos, horarios extensos) y con una presión en los resultados (muchas veces sin acompañamiento en ese periodo inicial) que provoca no pocas bajas por depresión y estados de angustia muy invalidantes.
Todos estos síntomas, reveladores de un rechazo del sujeto frente a lo que siente como desvalimiento, confirman que las tres funciones básicas del trabajo, en lo que hace a sus consecuencias psicológicas, están en seria crisis. El trabajo ya no cumple con la función de subsistencia y refugio frente a la intemperie: trabajar hoy no asegura estar libre de la pobreza ni proporciona la confianza necesaria en el futuro. La segunda función básica de garantizar una inscripción social, que el trabajo tradicionalmente cumplía proveyendo a los sujetos de un lugar bajo el sol -una referencia social y de pertenencia a la comunidad-, no parece cumplirse tampoco, o lo hace en muchos menos casos, dada la precariedad actual de sus condiciones, que no aseguran la continuidad ni los beneficios añadidos de ascensor social. Y, por último, el trabajo ya no funciona como esa rutina que permite una regulación del cuerpo, al establecer horarios y una disciplina que ayuda a organizar la vida, los desplazamientos y los vínculos sociales. La temporalidad impide el efecto psicológico benéfico de ese ritual.
El malestar creciente -y que la pandemia ha agravado sin duda- se manifiesta hoy de maneras diversas, algunas más visibles y espectaculares (huelgas y manifestaciones) y otras más discretas (cuadros depresivos con algunos casos de ideaciones o tentativas suicidas, somatizaciones, fenómenos de angustia y pánico). En todos los casos se constata cómo el sentimiento precario de la vida acosa a cada uno y el fantasma de desamparo surge en el horizonte.


