Hay muchos lugares inexistentes en Barcelona. Los del centro pueden serlo pese a su sobredosis de bullicio, terrazas y el vaciado de contenido a partir del consumo como supremo mandamiento.
En cambio, los de la periferia sufren de este último mal y además corren el riesgo de una pronta desaparición. Son inexistentes e invisibles porque no figuran en ninguna carpeta prioritaria. Están fuera de foco y, en general, sólo sus reivindicaciones pueden voltear la tortilla.
Mientras preparaba este texto acudieron a mi cabeza imágenes de algunos de estos rincones. Uno de ellos, el passatge de Ceuta del Carmel, es un documento de otra época en el presente, su escalera escondida por las pendientes previas al Cerro, su amenaza si lo convierten en parque y pierde toda la zona su carácter puro, sereno y agreste.

La otra cara de la moneda, sólo hasta cierto punto, correspondería a Can Peguera, el único polígono de casas baratas casi íntegro, no como el del Bon Pastor, hace pocos meses en la contradicción de aunar su belleza de blanco policromado con la inminencia de ruina.
Can Peguera no habrá mejorado su posición económica. Las medidas institucionales en torno a la vivienda marcaban mucho la pauta para sus propietarios, pero en estos márgenes la Democracia ha transigido con la picaresca, sobre todo por desidia al observar, siendo por ello normal interiores remodelados con soluciones muy inteligentes dado el limitado espacio, como en la Colonia Bausili de la Zona Franca, con algún dúplex más bien milagroso.

Todos estos lugares son periféricos, muchos de ellos integrantes del enorme Distrito de Horta-Guinardó, quizá el más ejemplar a la hora de esa hipótesis de ciudad federal. Los barrios con autogobierno agilizarían una verdadera gestión enfocada a los intereses ciudadanos desde la cercanía y una comunicación mucho más fluida, con la sede barrial como engranaje hasta la del Distrito, sólido al no tratar a cada barrio como una nada dentro de una unidad, sino desde la posición contraria de privilegiar cada parte para mejorar el todo.
Algo que en Horta-Guinardó, más allá de su hottenda denominación, conlleva distinguir entre Font d’en Fargues y la Clota, o entre el Baix Guinardó y Montbau. No muy lejos de este polígono en las alturas podemos alcanzar el velódromo de Horta y la puerta central del Laberinto.
Una flecha a su derecha me conduce a un descampado urbanizado, con fincas de planta y un batiburrillo de construcciones medio anárquicas. Impresiona la vista del fondo, un monte con una senda de cenefa casi hasta su cima, surcada por villas como si salieran de un cuadro de Paul Cézanne.
Se trata del barrio de la Font del Gos, ni siquiera un desheredado. Carece de casilla en la nómina de los setenta y tres barrios, afectado por proyectos pasados hasta hacer pender de un hilo su meollo, en Cal Notari, un surtido de fincas bien asentadas en unos desniveles de primera categoría, geniales para pasear sin ningún tipo de prisa.

En Estas, cuando veo cómo las escaleras van a pisos anexos porque el itinerario es montañés, un chico con una moto me pregunta de muy buen rollo el motivo de tantas fotos. Le cuento mi curiosidad por la Font del Gos y la intención de escribir sobre lo visto, replicándome aún más amable mientras narra la relativa inseguridad de los últimos meses por la noche, causada por ladrones, seguros en su trabajo por el aislamiento del barrio.
Por la mañana no se escuchan los coches de la ronda de Dalt y sólo despuntan las voces de los vecinos. Si quisiera podría recordar algún canto de pájaro. El sol me abruma cuando accedo al segundo sector de Cal Notari. Al desconocer los entresijos de este lugar inexistente me resigno con transitar a ciegas y consigo regresar a mi quilómetro cero.
Durante unos minutos, la ronda de Dalt deviene un calco siniestro de la Meridiana de los años setenta y ochenta, con sus puentes para cruzar del Camp de l’Arpa al Clot, y viceversa. Pienso en la Font del Gos, con plenario avalado por el Distrito de Horta-Guinardó y autogestión real porque en sus líneas no se advierte la intervención del municipio, quedándose en un limbo sedado y sin micrófono.

La valla de la ronda de Dalt me brindará ir al otro lado sólo a la altura del passeig Universal, un intersticio entre ambientes e identidades, como si fuera un pedazo de la Font d’en Fargues trasladado al Nou Barris con más reminiscencias rurales. Uno de sus pasajes internos es el pasillo para maravillarse ante los restos de un acueducto, otro lugar inexistente, a resguardo por sus habitantes y la pasividad de la administración, errónea al ignorar este espacio, casado desde hace siglos con el agua y por lo tanto útil para disponer de más huertos y generar un entorno pacificado, adjetivo más que horroroso al ser, desde la homologación, una promesa de arrancar la naturalidad.
Desde el acueducto, un acertijo dentro de un misterio, tomo el carrer de Mont-Ral. Tiene pasajitos sin bautizar, casi idénticos a los de la Vallcarca antigua. Sólo pueden ser estadística de derrumbe. Sin placa en su haber el día a día es un registro ágrafo, de memoria sentenciada.

El catálogo de lugares inexistentes en Horta-Guinardó es cuantioso. Hay clásicos del Baix Guinardó, como el torrent de Lligalbé y su perímetro, así como el barrio de los periodistas adyacente a Can Baró, una antípoda, pues su omisión huele más al bienestar de los residentes, no como con su contrario, desahuciado mediante la negligencia de aparcamientos y no mover un dedo, antesala de su putrefacción.
Llegué a la Torre del Moro tras un paseo desde la Clota. Antes de inspeccionarla, me entretuve unos buenos minutos en el parque de las Rieres. Era domingo y varios grupos se divertían con todo tipo de bailes, de sardanas a flamenco.

Según el nomenclátor, la ubicación de la torre del Moro es la plaça de la Ciutadella. La torre hacía funciones de vigilancia y defensa, adoptadas desde hace unos meses en su recinto por los chatarreros, transportistas y almacenadores. En el siglo XVI, los soldados solían parar antes de proseguir hacia el castillo de Valldaura. La representación de un hombre con un turbante en una de las ventanas le otorgó este mote, suplantador del genuino Mas Enrich, hasta hace unos decenios el irradiador de un minúscula urbanización englobada en Horta sin echar raíces, algo ratificado en la actualidad por la introducción al carrer de Rivero, dos cobertizos a izquierda y derecha del mismo, cayéndose sin cronómetro porque al hundirse solos ahorrarán quebraderos de cabeza.

Hoy en día, la torre del Moro es una agonía dentro de un estertor. La Font del Gos clama reconocimiento. Si tenemos setenta y tres la suma de uno más sería una ganancia con el extra de una reparación histórica. El acueducto y los pasajitos de Mont-Ral son paradigmáticos de los lugares inexistentes poniéndonos en la peor de sus pieles. Si las autoridades los reconocen pueden enloquecer o eliminarlos sin miramientos. En ambas tesituras la cirugía sería desfiguradora.
La torre del Moro podría jugar un rol como el a priori encomendado a la rehabilitación de la torre del Fang, en el Clot, como centro de memoria del barrio, conjunción de la sabiduría pasada con la Estación de la Sagrera, cuyas obras soplan bruma contra cualquier otra problemática en su zona, como asimismo acaece con parajes afines, esos lugares inexistentes esparcidos por las Barcelonas, cadáveres excelentes aquejados por la sordera municipal, muy estridente cuando vende postalitas del parque temático para el turismo.



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