Barcelona está repleta de fronteras internas. Algunas son limbos, mágicos porque caminas y sin querer notas el cambio de adentrarte en un territorio con identidad propia. Otras son más evidentes, por todos conocidas. La Diagonal o la Meridiana son las primeras en acudir a mi cabeza, pero hoy nos sumergiremos en una de las más desagradables, la travessera de Dalt, parte integrante de las rondas y por ello bestial en cuanto a circulación motorizada.

Cuando la pusieron en marcha en su actual formato destrozaron todo un universo de villitas y paz. Quien quiera recordarlo desde la literatura puede acudir a La oscura historia de la prima Montse, novela de Juan Marsé donde se recoge el ambiente de la zona a finales de los años sesenta, con esas familias aposentadas, favorables al Franquismo mientras se preparaban para un futuro convergente.

Muchas de ellas vivían en casitas del barrio de la Salut, con un nombre clarísimo de los beneficios de ese entorno en lo alto, repleto de escarpadas pendientes entre la plaça Sanllehy y la de Lesseps, o si prefieren entre la travessera de Dalt, del mal según Enrique Vila-Matas, y el Park Güell, gloria y calvario de sus habitantes, como comprobaremos a lo largo de estas breves páginas.

La casa de Ferro vista desde la travessera de Dalt | Jordi Corominas

Antes de introducirme en sus esencias paseo desde el Guinardó para calibrar el grado de turistas un día cualquiera. Circulo por el solitario carrer de Budapest hasta alcanzar Can Baró, desde donde disfruto de unas estupendas vistas gracias al mirador de las escaleras del carrer de Tenerife, únicas por mostrarme sin ambages las diferencias sociales de Barcelona. Los ojos escrutan un horizonte inmenso, arruinado en sus inicios por los bloques de la cooperativa graciense, imposibles tanto por su ubicación junto a la Font Castellana como por sortear las cuestas de la antigua cantera, de la que sólo permanece un rocoso testimonio, idóneo para esperar a los amigos o meterse mano con la pareja.

Vista de Barcelona desde el mirador de las escaleras del carrer Tenerife | Jordi Corominas

Al fondo, veo la ronda del Guinardó, y más allá todo el centro con sus verticalidades, más disimuladas en la catastrófica densidad de población de la capital catalana, omnipresente en cada uno de sus rincones. Por eso tenemos sensación, algo agravado por el efecto pandémico, de creer tener más turistas de los que en realidad son.

En Can Baró, con el recuerdo de una tarde de primavera donde abronqué a uno por ir sin camiseta, no se perciben esos moros en la costa. Tampoco se sienten cuando, al fin, ingreso en la Salut, barrio de Historia peculiar y de quilómetro cero en su pequeña iglesia, inaugurada en 1864 de la mano de Antoni M. Morera, artífice décadas después de un parque en los terrenos de Can Xipreret, a posteriori ocupados por el Club de Tenis de la barriada.

La iglesia de la Salut el año 2019 | Jordi Corominas

He recorrido la Salut desde hace muchas primaveras. El templo disturba a la Barcelona oficial del siglo XXI por ser una bombonera metida con calzador entre bloques de cemento. El último lo encoge aún más para demostrar la irrelevancia del pasado en nuestra contemporaneidad, si bien también podríamos hallarnos ante el eterno desprecio del Ayuntamiento para con estos vecinos, herederos de aquellos indignados de 1874, en protesta al no recibir ninguna respuesta de sus peticiones, entonces frustrados por su aislamiento, resuelto tres años más tarde mediante el nacimiento del carrer de l’Escorial, unión con Gràcia.

La iglesia de la Salut este otoño | Jordi Corominas

Ahora las quejas van por otros derroteros, y quizá concuerden con un factor poco mencionado en prensa, el correspondiente a la renta per cápita de los afectados. En ese sentido, la Salut, algo arquetípico de su ADN, no figura entre los barrios pobres, cumpliéndose así la máxima invisible de dar con clases pudientes en paisajes privilegiados.

Esto mismo remarcaban Fabre y Huertas en los años setenta, sin mencionar como dos de sus vecinos, El Carmel y Can Baró, no comparten esta condición social. La causa es cómo se formaron tan distintos núcleos, pues la Salut, pese a todo, aún puede tener la centralidad urbana a una distancia relativamente corta, mientras esos patitos feos de los alrededores sufrieron durante decenios una marginación brutal en cuanto a infraestructuras, generándose concentraciones de barracas hasta los años noventa.

Eso no excluye el derecho legítimo a reivindicar mejoras e impedir despropósitos, como el proseguimiento de lo previsto en el Plan General Metropolitano de 1976 o un polémico camino para bicicletas y transeúntes entre el carrer de la Salut y Maignon con suficiente potencia como para perjudicar al centro de menores de Sant Josep de la Muntanya, desposeído con la medida de una vía privada, mucho más segura.

Sant Josep de la Muntanya | Jordi Corominas

Desde el Consistorio han intentado apaciguar los ánimos. Diez mil firmas avalan a los habitantes, quienes estarían más satisfechos si se procurara solucionar el problema orográfico de la Salut, un clásico en todo este perímetro barcelonés, pues como suelen decir los residentes “cuando compré la casa esto no se hacía tan cuesta arriba”.

El método más expeditivo, experimentado con éxito en el Carmel o en ciertos Tourmalets del Guinardó, sería instalar escaleras mecánicas, pero más allá de eso hay más lamentos en la agenda.

El primero vierte su malestar contra el turismo, capaz de destruir los aledaños del Park Gúell con los habituales negocios de souvenirs con alusiones a Gaudí. Quizá debiera informarse de cómo esa meca de guiris surgió desde la posibilidad de una fracasada ciudad jardín, transformada con el tiempo en un maná económico, incluso tras la victoria, ya olvidada, de evitar en los setenta la construcción de un hotel de lujo, amparado por Joan Gaspart.

Negocio de souvenirs en el carrer Larrard, cerca del Park Güell | Jordi Corominas

Los extranjeros afrontan las cuestas con cierta alegría. Al fin y al cabo, son autómatas encargados de cumplir con el monocultivo del binomio Messi-Gaudí, importándoles poco o nada ser una máquina de dineros, pues aquí tienen carta blanca, algo más prepotente tras la crisis sanitaria, para exhibir una actitud casi colonial, nada respetuosa con los aborígenes.

Estos agradecerían revalorizar la Historia de la Salut, silenciada desde el desconocimiento, como acaece con la torre de la Rambla Mercedes, imponente y con apenas datos, o la curiosa Casa de Ferro de la avinguda del Coll de Portell, dominadora del panorama, omnímoda desde los jardines de Menéndez Pelayo, asépticos en su diseño, bien útil en su funcionalidad, adyacente a Can Tusquets, donde se ubica el centro de menores de la discordia.

Can Tusquets, en la travessera de Dalt | Jordi Corominas

Desde las redes pueden observarse los mecanismos de queja. Muchos de ellos maldicen hasta las entrañas de la travessera de Dalt y buscan comparaciones con reformas en otras urbes del Viejo Mundo, cargándose de razones al colgar imágenes de toda la campaña de sostenibilidad de Barcelona en Comú, vendida en Internet desde un insano triunfalismo, más pernicioso por omitir cómo el concepto súper illa puede ser un elemento gentrificador perfecto para continuar con la expulsión de los vecinos de sus barrios.

¿Qué hacer desde esa perspectiva con la Salut? Ante todo, preservar su patrimonio, equilibrar el ecosistema turístico y luchar desde los despachos para contentar a todas aquellas víctimas de tantas variadas poluciones. El reto es complicado, y para empezarlo no estaría de más abandonar la petulancia de excluir de los grandes logros las zonas fuera del foco mediático para hacer y deshacer a su antojo, algo bien sabido en el Camp de la Creu, un pequeño sector de les Corts desmantelado para encumbrar un gran parque sin memoria ni voluntad de la misma.

La torre de la rambla Mercedes | Jordi Corominas

Desde estos vectores las fronteras son trascendentales. Pi i Margall está en obras para propiciar un eje verde con la aspiración de conectarse con el Park Güell a base de subir. Sus características brindarán más belleza y encarecimiento, nada anómalo al transitar por el Baix Guinardó, un barrio desahuciado a lo largo de toda esta legislatura, marcado por la inacción municipal, partidario de pudrirlo sin alarmarse mucho de las consecuencias electorales de su negligencia.

Al lado de Pi i Margall se puede ascender hacia la travessera de Dalt por el carrer Escorial. ¿Nadie reflexionó sobre la opción de metamorfosearlo a tanto esplendor ecológico? Quizá sí, pero no es la vía Laietana, mucho más vendible de cara a la galería pese a los inconvenientes de tránsito del proyecto, producto de una ciudad pensada durante décadas por y para la supremacía de coches y derivados.

En la travessera de Dalt ocurriría lo mismo por culpa de la autopista urbana, moderado en los últimos tiempos en Mitre, aún escandaloso por su virulencia a la vera del Putxet. La Salut pide no por capricho, sino por pura necesidad y la legítima aspiración de ejercer su ciudadanía en pos de un cambio real, el mismo inexistente para su día a día desde 2015, cuando Barcelona en Comú ganó las elecciones municipales desde esa esperanza, congelada hasta nuevo aviso.

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3 comentaris

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