La tecnología no es neutra y menos una tan invasiva como la digital, diga lo que diga el jefe de investigación de IA en Meta, Yann LeCun. Un martillo -o un cuchillo, objeto nada inocente al que LeCun compara con lo digital- es también una herramienta tecnológica que tenemos a nuestro alcance, pero ella raramente nos alcanza. Tampoco nos envía notificaciones sobre sus virtudes, no se actualiza sola ni nos despierta con una alarma o un sonido especial. Tampoco decide sobre su uso. En resumen, no invade nuestra vida, salvo cuando conscientemente decidimos que lo haga, si bien la publicidad sí se ocupa de recordarnos su útil existencia.

Los gadgets y la IA son de otro orden, ellos (sus algoritmos) sí deciden cosas sobre su uso, una vez que les hemos dado unos criterios generales. Como dijo Stewart Brand, gurú de la contracultura hippy californiana, “puedes intentar cambiar la cabeza de la gente, pero será una pérdida de tiempo. Cambia las herramientas que utilizan y cambiarás el mundo”. Estos dispositivos, que usamos -y amamos, a veces de manera incondicional- comportan también usos sociales y culturales puestos al servicio de ciertos valores. La industria tecnológica aspira al máximo beneficio y los algoritmos se ponen al servicio de ese interés, a veces con consecuencias desastrosas. No son almas inocentes: impiden y desincentivan ciertas cosas y obligan e incitan a otras. Los gadgets, por ejemplo, cambian nuestros ritmos vitales, entre ellos la espera y la atención necesaria para comprender algo (un mensaje, un fenómeno social, una relación sentimental), ya que su velocidad, el multitasking y su conexión permanente nos deslizan de un lugar (virtual) a otro sin solución de continuidad.

La IA (Inteligencia artificial) y los algoritmos que la guían están, en su mayor parte, al servicio de la monetización que generan, no salen gratis ni profesan el altruismo. Para obtener grandes beneficios pueden maximizar el odio, haciendo visible aquello que lo proclama, puesto que al hacerlo así consiguen mayor compromiso y fidelización de los usuarios. No es necesario ‘quererlo’ explícitamente, basta con dejar hacer al algoritmo y observar sus consecuencias. ¿Hace falta recordar que la ética que importa es la de las consecuencias y no la de las buenas intenciones?

El riesgo más importante que comportan, sin embargo, no es tanto el hipotético reemplazo de los humanos o de su inteligencia, entre otras cosas porque la llamada IA es capaz de combinar ingentes datos e imágenes, pero incapaz de explicar y de generar lo inexistente o lo no sabido. No es una inteligencia creadora en el sentido específico de la singularidad humana. El riesgo efectivo es el secuestro, ya en curso, de nuestra atención. Hoy, los niños/as juegan una hora y media diaria menos y, además, dejan de jugar antes con juguetes. Los adolescentes han perdido una hora de sueño respecto a la década pasada -enredados en las pantallas- y sus prácticas deportivas, de lectura y de encuentros familiares han disminuido. Los adultos pasamos una media de cuatro horas y media al día leyendo correos electrónicos, navegando por las RRSS y viendo series en streaming.

La IA nos aportará algunas soluciones, sin duda, pero su regulación resulta necesaria y urgente, ya que sabemos que hacer siempre es más fácil que captar las consecuencias de lo realizado. Estamos, a pasos agigantados, externalizando aquello que nos es más propio como humanos: el lenguaje y la conversación. Aspiramos a que la IA cree contenidos y los transmita por nosotros, lo cual perpetúa los sesgos (racistas, sexistas, sociales). Pero, sobre todo, estamos absorbidos por ese colapso atencional que nos distrae de lo importante en una vida buena: vínculos sociales (no confundir con las conexiones virtuales) y presencia atenta, capaz de acoger la singularidad y la alteridad. La IA no incluye, por defecto, estos valores entre sus objetivos. Lo de neutra es solo retórica, como cuando nos explican que lo digital habita la ‘nube’, enmascarando así los miles de kilómetros de cables, la sobreexplotación de países productores de minerales valiosos, las innumerables granjas de servidores o el consumo gigantesco de energía que se requiere. Leer, de manera crítica, los avances tecnológicos no es sólo una disciplina intelectual, es ya un ejercicio de resistencia ético que nos concierne a todos.

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