Estas semanas recorremos el lado más anómalo del barrio de las Viviendas del Congrés Eucarístic. Lo es por alejarse de los cuatro cuerpos centrales y situarse en una posición geográfica distinta, uno de tantos limbos al lado de claras fronteras como Concepción Arenal, la antigua carretera de Barcelona a Sant Andreu, y la Riera d’Horta.
Todo este territorio está delimitado en su idiosincrasia por la masía de Can Ros. Uno de sus sectores fue ocupado desde 1964 por el Canódromo. La finca contenía en sus dominios muchas claves de un mundo extinto. Una de ellas era su conexión natural con el camino de Horta a Sant Martí. Éste, visible aún en el intersticio de Cartella, justo después dels Quinze, se prolongaba más allá de Concepción Arenal, en la calle de Vilatrau, con toda probabilidad extirpada a finales de los cincuenta, cuando la parte entre Can Ros y la Meridiana se transformó en la modernidad de la Dictadura. Entre sus cambios, además del adiós a Vilatrau, debemos mencionar el nacimiento de la calle de Pardo Bazán como consecuencia de eliminar la fábrica de la química Albiñana Argemí, y la conclusión de Cardenal Tedeschini, cola del Congrés hacia una avenida a punto de convertirse en autopista urbana.

Los huecos de la heredad antaño perteneciente a Micaela Borràs de Peguera ofrecían un abanico de posibilidades para integrarlo a la estructura tan contracorriente del trío Soteras Mauri, Pineda Gualba y Marqués Maristany. El Canódromo fue una especie de guinda del pastel, iniciado con una pieza casi perfecta para encajar el rompecabezas.
Se trata de la manzana comprendida entre la calle de Can Ros, Vèlia, Pardo y la Riera d’Horta. La primera exhibe sin mayor dificultad su adscripción a este tramo molesto por no pertenecer del todo a nadie, mientras que tanto Vèlia como Pardo son una garantía de continuidad horizontal hacia el barrio de la Jota, separado del Congrés por la Riera d’Horta.
Siempre que la camino desde Arnau d’Oms siento toda su lógica bajo mis pies. Su extensión, reconocible en la Verneda, fluye sin cortapisas, y el silencio de los aledaños acentúa su aire limítrofe, rodeado a la derecha de los bloques edificados en 1955, según consta en el catastro, por el Instituto Nacional de Vivienda, trazados con la estética del período y bellos al habilitar una coherencia estilística en su entorno, algo más diáfano si analizamos fotos aéreas, donde comprendemos el valor de su interior de isla.
Antes de acceder a la misma no está de más remarcar cómo, en todas estas hectáreas, no hay ni rastro ni firma de los responsables del grueso de las Viviendas del Congrés Eucarístic. Es como si, perdonen la insistencia, hubieran cumplido con su tetralogía y tuvieran miedo a defraudar con ese limbo tan complicado, por culpa de conservar la masía y no acatar la trama vertical.

La horizontalidad ensalza lo límbico; hoy redundo tanto en este concepto porque merece la pena caminar y tomar conciencia de estos detalles. Los espacios se alteran de repente y nada es casual, menos en la Barcelona ajena al centro, donde torrentes, ríos y sendas de otrora tienen la virtud de hablarnos de cómo el pasado incide en el presente al ser irrompible, determinándolo.
La manzana comprendida entre Can Ros, Vèlia, Pardo y Riera d’Horta bautizó no hace tanto su interior como Jardins de Vèlia, nombre que remite a una franja del Imperio Romano entre Oviedo y Vitoria, acuñado para la barriada de la Jota a finales de los años veinte, por aquello de resaltar españolidades, luego más bien disipadas en toda su apasionante cuadrícula.
Hoy en día, estos jardines son más bien tranquilos y poco frecuentados, con algo de secreto bien guardado por sus vecinos, contentos con disponer de ese rectángulo sin ruidos y muy buenos aires por la vegetación. Pensándolo a largo plazo, es inevitable asociarlo con otros interiores cercanos, como el de los actuales jardines de Massana, conocidos desde su fundación por la muy cristiana cruz de su centro.

La diferencia entre ambos no es tanta, al estar unidos desde lo histórico en dos sentidos. El primero afecta a toda Barcelona, pues podemos calificarlos sin muchas dudas como indiscutibles precedentes de la transformación de muchos meollos de isla del Eixample en zonas verdes destinadas a la ciudadanía. Esta apuesta no tiene fecha de caducidad, y fue de las pocas propuestas de Jaume Collboni durante la campaña, muy en la línea de sus antecesores socialistas en el cargo supremo de la Casa Gran.
El segundo es cómo devinieron centros populares deportivos. En los jardines de Massana se estableció, hasta 1985, el campo de fútbol del Club Deportivo de las Viviendas del Congreso, en vías de traslado a partir de 1977, cuando todos los habitantes ya eran propietarios y pidieron un empleo comunitario sin monopolio del balompié.
La prolongación del Club Deportivo se instauró en los jardines de Vèlia. He hallado breves de prensa sobre sus actividades desde 1958, con nota de honor en julio de 1960 por la celebración de una semana deportiva muy provechosa para las secciones, combinándose el atletismo con patinaje, baloncesto mediante el Mare Nostrum, y hockey patines.

De este modo, del Canódromo a Massana, se configuró un triunvirato deportivo muy loable desde una picaresca de los residentes, quienes anticiparon toda la gloria de las carreras de galgos a través de la tradición asociativa catalana. Con el deporte ponían su barrio en el mapa, empoderándose de la tierra brindada para redefinirla en su diccionario al leer bien las ausencias, muy en consonancia con las tendencias de los cincuenta, cuando la práctica de ejercicio al aire libre cobró relevancia, recomendándose desde lo cotidiano y propulsándose un poco más por el debut de las victorias deportivas del Franquismo, del gol de Zarra al Tour de Francia de Federico Martín Bahamontes, sin olvidar la efímera idolatría por el malogrado gimnasta Joaquim Blume.
Los jardines de Vèlia, como los de Massana, se esconden a los carentes de curiosidad, reforzándose como feudo local, porque uno debe entrar a los sitios y cruzar umbrales si quiere, como mínimo, flirtear con la totalidad. Esa exclusividad relativa se aúna con su ubicación, destapándose esta suma de factores como un acierto en nuestro siglo. A su vera hay muchas vías rápidas, pero nadie las lamenta por su contaminación acústica. El mutismo reina, compartimentándose con inteligencia para regalarnos una ciudad más vivible, menos tóxica e ansiosa.