La mentira es gruesa, la mentira asusta. Escribía Nietzsche, en su célebre Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, que la persona que miente pervierte las convenciones que hemos dado por ciertas y que “si hace esto de manera interesada y conllevando prejuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, le expulsará de su seno”.
Así, se comprende que la mentira asuste y nos parezca tan gruesa: lo que está en juego es la confianza. En política, la pérdida de confianza se traduce en ausencia de voto y, en los casos más extremos, en el ostracismo (pensemos en que Bruselas es una ciudad un tanto aburrida, pero con un nutrido Europarlamento) o la autodestrucción política: al fin y al cabo, el que se ha conocido que miente debe estar, cuando menos, oculto y, así, no herir nuestra sensibilidad y amor por la verdad.
Visto lo visto, nadie puede querer mentir en política. O para ser más precisos: nunca puede parecer que estás mintiendo. De hecho, la mentira es casi siempre imposible de encontrar en política. Hay cambios de parecer, malos entendidos, revisiones de criterio o, tal vez, inexactitudes. Lo que no se halla, nunca jamás, es una mentira.
La acusación de mentir produce escalofríos, es algo demasiado tajante, algo que un aspirante a cargo público no puede permitirse porque lo fija en la posición del interés más espurio: como si por ganar estuviera dispuesto a cualquier cosa. Y esto es intolerable para el aspirante, ¿cómo va a querer algo que no sea sacarnos de las tinieblas de nuestra oscuridad e iluminarnos en el camino hacia la verdad?
Con este preámbulo sobre el peso asfixiante de la mentira, se puede comprender mejor al candidato a presidente del gobierno Alberto Nuñez Feijoó (PP) cuando comentó este martes en Espejo Público (Antena 3) lo que le sucedió el día anterior en el plató de RTVE.
En la televisión pública, Feijoó dijo por activa y por pasiva que el PP siempre revalorizó las pensiones conforme al IPC cuando estuvo gobernando. Sin embargo, la periodista, Silvia Intxaurrondo, lo desmintió de forma categórica y reiterada: los datos indicaban que lo que decía el candidato del PP no era correcto. Y estos no son datos basados en estimaciones, intenciones o cualesquiera otros datos similares: son números registrados sobre el pasado y, por lo tanto, totalmente comprobables. Ante esta situación, el semblante de Feijoó mostró estupefacción y el candidato pareció inquietarse: ¿cómo iba a mentir? Un político no miente. Eso no es posible. Y quedaba una preocupación: ¿quiénes le vieran pensarían que realmente mintió? Así, a la primera oportunidad que tuvo, matizó en Espejo Público: “Yo no mentí ni miento y si alguna vez digo una cosa incorrecta es fruto de la inexactitud”.
Desde luego, no es lo mismo ser inexacto que mentir. Nadie dijo nunca que la política fuera una labor de precisión quirúrgica: por lo tanto, se debe admitir cierto margen a la inexactitud. Si la cuestión va de precisión y no sobre mentir o decir la verdad, el salto ya no abruma tanto, los riesgos se han atenuado, le hemos colocado correctamente el mosquetón y la cuerda al escalador. Al fin y al cabo, nunca se ha dicho que sea un requisito sine qua non la exactitud para un presidenciable. ¿Qué será lo próximo? ¿Exigirle que hable con fluidez una lengua extranjera como el inglés?
En todo caso, Feijoó quizás no estuvo tan lejos de ese paradigma de exactitud que ahora parece que demanda la opinión pública: el candidato del PP fue exactamente inexacto, faltó a la verdad porque pensó que esta, a fin de cuentas, no tenía demasiada relevancia política. La verdad puede ser muy aburrida, es demasiado rígida muchas veces: la inexactitud es la sal que permite el juego político. El problema es que, tal vez, ya nos estemos volviendo hipertensos y debamos comenzar a comer sin tanta sal.