Para muchos, la lengua y el discurso que se vertebra a través de ella es apenas una herramienta comunicativa que sirve para transmitir un mensaje x a un receptor y. Como si hubiéramos desarrollado el lenguaje para decirle al otro que nos duele la cabeza, y que ese otro pueda saber en todo momento a qué me estoy refiriendo. Pero, ¿lo sabe? ¿lo quiere saber? ¿lo puede saber? Desde esta óptica, sí. Así, si la lengua es solo una herramienta comunicativa, sería deseable un monolingüismo global, sería práctico y funcional (aunque difícil de conseguir, como cualquiera admitiría). Sin embargo, una lengua no es solo eso: es más, apenas es eso. Una lengua es un mundo, una configuración simbólica en la que una cultura se exhibe a través de unas palabras, una sintaxis, una gramática, etc. Pero aún hay más, una lengua desarrolla siempre un discurso, y los discursos no son solo autorreferenciales porque las palabras no son inocuas, los significados perforan su original enclave lingüístico y se nos adentran hasta el tuétano. Es decir: el discurso posee efectos materiales, cambia las expectativas, transforma la realidad. Esto lo vio muy bien hace ya bastante tiempo Michel Foucault. Sin embargo, parece que es algo que cae en el olvido de forma frecuente.

Durante la tarde-noche de este 23-J, todo eran caras largas en los conocidos y reconocidos rostros de la izquierda. En las tertulias políticas ya se exigía por adelantado una petición de disculpas al presidente Pedro Sánchez por creer en que era posible evitar la mayoría conservadora: no pedir perdón se tomaba ya como una falta de respeto ante la verdad revelada, ante ese Oráculo de Delfos que son (¿eran?) los sondeos. A pie de urna la cosa pintaba ya bastante peor que en los sondeos previos: todo lo que no fuera abandonar La Moncloa esa misma noche, sería considerado una gran desconsideración por parte del presidente socialista. ¿Cómo no iba a corresponder la realidad con la idea que teníamos de ella? La estadística es una ciencia y la ciencia tiene algo que ver con la verdad, ¿no?

Las encuestas sobre intención de voto se tienden a tomar como un muy fiel reflejo ya no de la opinión pública, sino de una verdad que subyace a esta: el destino es manifiesto y, por lo tanto, ineludible. Sin embargo, ¿y si las encuestas se acaban pareciendo al voto no porque reflejan la intención del votante sino porque la performan? Es decir, tal vez los sondeos tienen efectos materiales que se traducen en que el votante acaba replicando al sondeo, no vaya a ser que nadie que haya detrás de estos estudios se pueda enfadar. No quisiéramos molestar a nadie.

No obstante, a veces alguien no acaba de completar la faena, le acaba faltando algún detalle, algo se le termina escapando y al final… El voto discrepa del sondeo. ¡Menuda calamidad! Entonces, nos acabamos despertando del sueño de la razón en el que creíamos que, efectivamente, los sondeos electorales eran un oráculo infalible y nos damos cuenta de que el proceso electoral se decide el día de la votación y en las urnas. Al final, no le exigimos a nadie que nos pida perdón y, si acaso acabamos haciéndolo, se lo exigimos a nuestra razón, por ser falible, por no ser lo suficientemente matemática y transparente, ¿qué demonios es eso de no poder saber de antemano lo que deseamos?

En cualquier caso, que nadie se preocupe porque se seguirá intentando, se seguirá recurriendo al oráculo pero, una vez que ya estamos advertidos, quizás podamos recordar la diferencia entre reflejar y performar: porque, efectivamente, hay materialidad en los sondeos, nos va el cuerpo y la vida en verlo.

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