Decía recientemente Arturo Pérez-Reverte en un famoso podcast de Youtube (The Wild Project) que “es evidente que Israel lleva cincuenta y seis años expoliando brutalmente, machacando, vejando a los palestinos”. Sin embargo, a pesar del reconocimiento que hacía de esta injusticia en la relación de Israel con los territorios palestinos, Pérez-Reverte apuntaba también que tampoco se puede obviar que hay una proximidad entre Occidente e Israel y que “aunque a veces sean unos hijos de puta, son nuestros hijos de puta, son de los nuestros”.

Así, el archiconocido y polémico escritor y ex-reportero de guerra español, trataba de argumentar que no se puede hablar de buenos y malos en este conflicto pero que, en todo caso, no se puede obviar en la discusión esta cercanía entre Israel y Occidente.

En honor a la verdad, Pérez-Reverte daba bastantes detalles en su entrevista/charla de porqué procedía una cautela sancionadora respecto a Israel que, tal vez, no parecía caber con los palestinos. En precisión, Pérez-Reverte decía no justificar las atrocidades cometidas por Israel pero, en todo caso, las contextualizaba contraponiéndolas a las barbaridades del otro lado del conflicto. En igualdad de condiciones, pareciera entonces que cierta afinidad ayudaría a desempatar a la hora de elegir bando. No obstante, el objeto de este texto no es el de pormenorizar en sus declaraciones y, en todo caso, emplazo a quién le pueda interesar a que vea la entrevista en cuestión.

La cuestión fundamental que me gustaría abordar en este artículo es: ¿Hasta que punto es legítimo ampararse en una suerte de identificación, de apelación a valores comunes, a la hora de tolerar cierta cuota de barbarie? O, cuando menos, cabe preguntarse si hacer tal cosa tiene algún sentido.

Por si las moscas, apuntemos aquí una lista, para nada exhaustiva, de lo que se entiende habitualmente por dicha afinidad o proximidad: democracia liberal, libertad de expresión, tradición laica, raíces culturales occidentales/europeas, etc. Por supuesto, se pueden añadir muchos más elementos y, por supuesto, en este artículo no los daremos por sentado. Es decir, no podemos simplemente asumir que estos valores se expresan de forma pura en ningún contexto. No obstante, se comportan como ideales reguladores y, por lo tanto, como ficciones que apelan a un imaginario común que, con mayor o menor exactitud, nos hablan de un horizonte compartido (presuntamente).

Ahora bien, propongo que por un momento finjamos que hemos podido verificar todos estos valores y que, efectivamente, asumimos que tanto en Israel como en el mundo occidental se dan sistemas democráticos plenos, que hay laicismo y valores laicos (no se rían, por favor), una libertad de expresión sin cortapisas (aguanten), etc. ¿Acaso una democracia formal así no podría generar una exterioridad o, en términos que ahora nos resuenan mucho, un Apartheid?

Es decir, quizás exista, a la par que una ciudadanía con derechos plenamente garantizados, un grupo de personas que no tiene esos derechos de ciudadanía. En tal caso, ¿su funcionamiento interno, supuestamente ejemplar, daría cobertura para masacrar a quién no posee los derechos de ciudadanía?

En este sentido, el propio Pérez-Reverte sacaba un ejemplo a colación que nos viene bien a título ilustrativo. El escritor comentaba que en Israel “una mujer puede ir por la calle en minifalda sin que la llamen puta”. Si asumimos que esto es así y que, en este sentido, las mujeres israelíes gozan de una libertad plena y una ciudadanía completa, ¿esto ampara la crueldad con quién no es considerado un igual y a quién se le ha desposeído del derecho de ciudadanía?

A poco que se rasque un poco, el punto fuerte de la argumentación revertiana de que “Israel es uno de los nuestros” parece no pivotar tanto en lo que se nos parecen los ciudadanos de Israel, como en lo que se alejan de nosotros los ciudadanos palestinos y, por extensión, el conjunto de las gentes que profesan el Islam. No obstante, y pasando por alto las enormes diferencias que habría en un conjunto tan sumamente extenso y diverso, ¿es necesario compartir valores con estos últimos para comprender los efectos de ser subyugados por una potencia ocupante? Este punto de la argumentación me parece especialmente llamativo dado que, al fin y al cabo, de alguna forma se nos estaría diciendo que, como los oprimidos por la potencia colonial no son seres de luz, habría que relativizar el daño del opresor y el sufrimiento del oprimido.

No, efectivamente esta no es una historia de buenos o malos. Ninguna lo es. Pero los términos tampoco pueden ser ambiguos: hay una potencia ocupante y un pueblo ocupado.

Israel no está respetando las resoluciones de la ONU desde la misma fundación de su Estado, y eso es algo que no se puede cuestionar, independientemente de la afinidad cultural o de cualquier otra índole que haya entre Israel y Occidente.

No, no es necesario que las leyes y costumbres de la población palestina (o cualesquiera otras) nos parezcan bien, adecuadas, familiares o aceptables para que comprendamos la injusticia que supone su total subyugación como pueblo y la arbitrariedad ante la que son sometidos día sí y día también.

Y no, no es tolerable que la fantasía (o no) de unos lazos comunes nos hagan más digeribles unas atrocidades que otras. A diferencia de lo que decía recientemente Benjamin Netanyahu, aquí no hay ni luz ni tinieblas, hay injusticia y, por desgracia y por el momento, muy poca justicia.

Share.

No hi ha comentaris

  1. Pues poco más que decir…este es un artículo fantástico. En estos tiempos de polarización, de buenos y malos, de blanco o negro, es un dircurso recurrente el de la cercanía ideológica y políticamente hablando de Israel con Occidente. Pero ello evidentemente no puede obviar ciertas realidades como las mencionadas por el autor, y que un conflicto tan complejo, con tantos matices como el de Israel y Palestina requiere mucha mesura y comprensión de los dos actores.

Leave A Reply