Sin redundar en los paseos es más bien complicado conocer la Ciudad. Por eso en mis elecciones diarias al caminar hay una mezcla de devoción, placer y exigencia. Esta última tiene múltiples aspectos, pero a la hora de escoger supone la repetición de itinerarios, si bien siempre son distintos.
El pasado lunes me levanté con ganas de visitar la Font d’en Fargues. Esto ya comporta una explicación. El barrio recibe el nombre de una fuente en su cima simbólica desde una doble perspectiva. Su coronación era la del proyecto de ciudad jardín entre fincas surgidas por las cooperativas y otras de propietarios encantados de vivir en esas alturas, con el señor Fargas y su ínclita mujer Montserrat de Casanovas en su base. Por otra parte, la fuente es alfa y omega, final y principio en 1900, como se ve en su decoración, arrasada durante años y en ruina, como el trencadís del restaurante de ese lugar, merendero por excelencia para vecinos de muchas generaciones.

No sabría afirmar el instante de su decadencia. los lectores en Catalunya Plural han podido leer a lo largo del último lustro varias piezas donde la mencionaba, quejándome porque me resulta ejemplar como caso de restauración patrimonial para dar equipamientos de calidad a los barrios.
Este verano supe de las obras para remodelarla. La mañana que inspiró este texto subí por las temibles cuestas de Maurici Vilomara y observé una mejoría de todo el paisaje, entre fachadas relucientes por la nueva pintura y obreros manos a la obra en el perímetro de la fuente.
Quizá algo ha cambiado y en verano se derriba menos que antaño para construir sin daño. Esta frase es más una aspiración que otra cosa, pero reconozco mi sorpresa al ver cómo el techo modernista del restaurante era de aplauso, así como la misma fuente y sus alrededores, con varios espacios, uno para juegos de infancia más bien antiestético en ese sitio, aunque inevitable por el concepto intergeneracional hegemónico.
Un cartel anunciaba la inauguración en diciembre. Han debido pasar años de Nada para activar todo en pocos meses, mejorándolo de manera notable y con posibilidades de comprender cómo este acierto debería ser la palanca para otros en otros hitos patrimoniales ninguneados durante decenios.
Tras fotografiarlo, me encuentro con un vecino del gran limbo entre la Font d’en Fargues y el Carmel. Mariano vive en el carrer del Penyal, de orografía endiablada, curvas sobresalientes y casas como si sólo fueran fachadas para esconder su cielo. Esta calle finaliza cuando debuta Doctor Bové, una pasarela anónima, de edilicia mitológica al ser fabricación vecinal, algo corroborado en el lado derecho por el vuelo de las casas, algunas de ellas guardaespaldas de pisos erigidos en las profundidades hasta crear unas arquitecturas muy propias de toda la zona.

La cercanía del Carmel se siente tanto por el nuevo mural del Tiburón como por la paulatina irrupción de carteles con proclamas políticas con la lucha por bandera. Una advierte de la expulsión de los aborígenes por el aumento de precios y la turistificación. Este último punto genera mucha preocupación, sobre todo por el asunto del parque del Carmel, un tramo más del verde majestuoso y extenso dels Tres Turons.

El problema para el autor del mural es cómo se desahucia y expropia 300 viviendas, un 3% del total del parque, temido por la previsible afluencia turística, perniciosa en el carrer de Marià Labèrnia, compañía de los mal llamados bunkers del turó de la Rovira, con viviendas afectadas en este plan urbanístico.

Muchas otras son la antesala al cerro del Carmel, caso de las de Rof Marsans, un conjunto popular con caminos aún a medio asfaltar, casi una república independiente antes de las vistas arenosas donde la Sagrada Familia asemeja a una bomba atómica y el Tibidabo asoma cual alucinación lunar.

El cerro está bien en su estado actual. Eso opina servidor y la mayoría de vecinos interrogados, como es comprensible reacios a irse. Los del pasaje de Ceuta, acceso al mirador desde otro lado, se salvaron de la quema, sin por ello ver satisfecha su reclamación de escaleras más modernas pese al encanto de las antiguas, bellas si estás de paso, horribles si debes subirlas día tras día con la bolsa de la compra.

Sus demandas han sido constantes en los consejos de este barrio siempre a la contra en lo político. Las pintadas y manifiestos prosiguen sin cese. Uno anatemiza al anterior gobierno de coalición municipal. En realidad mete a todos sus componentes en el mismo saco.

Estos concejales deberían airearse por el Carmel y el territorio condal. El cóctel del parque, las expropiaciones y el tener que irse por los alquileres desorbitados colisiona con la desatención y cierto autoritarismo desde la democracia municipal. Me recuerda a otro affaire medio congelado, el del derribo de casi todo el carrer Bolívar para tener una rambla en Vallcarca. El proyecto amnistiaba sólo una casa de todo su rico patrimonio, sin meditar ni un solo instante como quizá la rambla de marras no es necesaria y si mejorar el entorno para el bienestar de sus vecinos, dignificándolos.
Todas estas problemáticas vuelven a mi cotidianidad a la mañana siguiente, cuando tras volver de la radio me cruzo con un actor propietario de una casita en la Teixonera. Me comenta del cabreo y redondea su explicación con la guinda de si no se ve no existe, un clásico de clásicos, más si cabe en el Carmel, denostado durante décadas y reflotado tras el socavón de 2005, en cuyo epicentro se cumplirá tras dieciocho años la promesa de nuevos pisos.
No muy lejos, más arriba, el pasaje de Sigüenza es otro eje de malestar. Aquí las expropiaciones avanzan y la esperanza es conservar el viejo torrent del Paradís, invisible para cualquiera, hasta para Google, callejón sin salida con recorrido lleno de Historia y una singular arquitectura a remozar para evitar desastres.

Su acceso desde el carrer de Sigüenza, a pocos metros del camino hacia el Coll, es mediante escaleras, quizá las más angostas de Barcelona. En una de ellas alguien ha colocado unos asideros. Este detalle rebosa ganas de sobrevivir. Lo mismo sucede más lejos, en las casas de 1870 en Trinxant con Meridiana, su mural y el brillo de la fachada las delata, o en el Lligalbé, asimismo con arte urbano y una morfología a regalar tanto desde la cercanía como para el resto de ciudadanos, pues si el ejemplo de la Font d’en Fargues sirve de algo debiera ser para tejer una red de intervenciones de este tipo, fantástica para moldear un mosaico de identidades plurales, al fin bien valoradas en el seno de una misma comunidad llamada Barcelona.