De entre todas las frases célebres y repetidas hasta la saciedad que nos legó Karl Marx, hay una que siempre me resonó mucho, que parecía poder deshojarse en mil capas y mutar en otros tantos campos: “La historia ocurre primero como tragedia y después como farsa”. En El 18 de brumario de Luis Bonaparte, el filósofo alemán escribía esto a propósito de cómo Luis Napoléon Bonaparte emuló a su tío (Napoleón Bonaparte) casi 50 años después, al disolver la Segunda República Francesa atribuyéndose plenos poderes y proclamándose como Napoleón III (inicio del Segundo Imperio francés). En este sentido, Marx consideró que el gesto de Luis, aunque emulara el gesto de su tío, era una suerte de pantomima: si Napoleón en 1799 convenció a la nación francesa de que su golpe de Estado no era tal sino, más bien, una necesidad política e histórica para acabar con la inestabilidad de la revolución, para cuando en 1851 Luis Napoleón Bonaparte hiciera lo mismo, nadie dudaría ya de que la única pretensión real era el acaparamiento de todo el poder en sus manos. Un mismo gesto, aún cuando se repita, nunca acaba siendo lo mismo, ya no resuena igual.
A mediados del siglo XX, la estética masculina era, a grandes rasgos, muy sobria, limitada y con pocas opciones o, si se quiere y se adopta el lenguaje y el sesgo de la época, con pocas complicaciones. En este eje, la estética capilar masculina era especialmente simple: el cabello siempre ordenado y corto. La influencia del código de uniformidad militar estaba muy presente y, en este sentido, los hombres jóvenes apostaban por cabezas con peinados muy rasurados y los no tan jóvenes con cabellos que, siendo algo más largos, nunca se extendían más allá de su nuca y que no admitían apenas capas.
Así, la contestación a esta rigidez, representada por la música rock, desveló una juventud harta de este encorsetamiento. Nació un código contracultural totalmente diferente. Y en lo que se refiere al cabello, esto se traducía en: pelo largo, melena, tupé, etc. Leído desde el código que se rompía: desorden, indisciplina, feminización, etc.
No obstante, toda contestación tiene su momento y, por lo tanto, también su agotamiento. La expansión cada vez más masiva de estas estéticas durante largo tiempo fagocitaron un proceso de normalización en el que también esa estética capilar, que antaño era considerada como grotesca, apareció como un elemento más entre los posibles. En todo caso, tampoco desplazó del todo a las alternativas: el cabello corto, en sus diferentes modalidades, siguió siempre muy presente. Pero ya no era la encarnación exclusiva y rígida de la masculinidad (al menos no siempre lo era, o no en todos los contextos). Había más posibilidades.
Así, nos desplazamos a 2023. Hace ya tiempo, un largo tiempo desde Elvis Presley. Y, aunque sigan vivos (la mayoría) y activos, The Rolling Stones ya no suenan contestatarios, ni tampoco como algo juvenil. Incluso el punk y el postpunk han tenido su ocaso entre los jóvenes, y ya no es la forma en la que se piensa la disidencia política desde la música. Tampoco es disidencia estética.
Así, sí, estamos en 2023. Y tenemos o hemos tenido a Boris Johnson, Donald Trump y ahora, más recientemente, tenemos a Geert Wilders o Javier Milei. Todos estos líderes que han gobernado o van a gobernar sus respectivos países tienen notables diferencias y matices pero, aún y con esas, comparten una raíz común: una forma de entender la política fuera de los acotados márgenes del establishment, una forma de entender la derecha que, ya sea en su vertiente más liberal, más liberal-libertaria, más conservadora o más lo que sea, no puede ser sino ser ultra en sus modos y en su diferenciación de los esquemas clásicos de la derecha. Son de ultraderecha (aún con la imprecisión de la etiqueta). Y sí, todos tienen pelazo.
A poco que uno se pare a observarlos unos minutos, se dará cuenta de que la mayoría de estos líderes comparten una estética capilar que no solo destaca por el cabello largo, sino que tiende a lo estrambótico, a ese desorden que antaño fue tan propio de la disidencia que el rock marcaba.
En principio, uno podría pensar que este cambio no tiene demasiado sentido porque, al fin y al cabo, los posicionamientos políticos de estos líderes distan mucho de los que se asociaban a la subversión rockera. Pero pretenden compartir un gesto: el de la contestación al modelo vigente. Así, estos líderes adoptan una estética habitualmente contestataria porque pretenden estar combatiendo la hegemonía y tiranía moral woke, los postulados económicos de la izquierda (o de los zurdos) y el conformismo de la derecha tradicional (la derecha cobarde). Su estética capilar es un reflejo de la pretendida frescura de su giro político.
Sin embargo, es inevitable tener que recalcar que es eso, una pretensión. Si la disidencia estética que se inauguraba a mediados del siglo XX con el rock anhelaba de una forma sincera liberarse del corsé moral y autoritario que la sociedad de la época imponía y, así, a través de la estética se mostraba ese rechazo (con mayor, menor o nulo compromiso político activo, pero ese ya es otro asunto), el pelazo de estos líderes ya no es un reflejo de eso, sino que es un vano intento de emular el gesto, aún a sabiendas de que ya no hay nada transgresor aquí.
El primer intento acabó en tragedia al no poder conseguir sus objetivos más profundos de transformación social y tuvo que conformarse con el gesto estético; el segundo nació ya muerto, porque era (y es) una farsa. En esto Marx tuvo razón.