• Eh, dónde estás, dónde quedamos
  • Te he enviado la ubicación
  • Ah sí, ahora lo miro… me dice que estoy a 13 minutos…
  • Hasta ahora

Estos son mensajes intercambiados por dos barceloneses, que hace una década quizás hubieran sido:

  • Eh, ¿dónde estás? ¿Dónde quedamos?
  • Estoy en el Café de la Ópera, en las Ramblas.
  • De acuerdo, en 10 minutos estoy allí…

Los móviles han cambiado nuestras vidas, nuestra sociabilidad y percepción del entorno. Lo tenemos todo a un clic de distancia, grabado en una aplicación comercial. El móvil ha transformado nuestra forma de comprar, prácticamente nos ha hecho olvidar cómo leer un mapa de un lugar desconocido, ha anulado los nombres de las calles y de las plazas e, incluso, la misma realidad de calles y plazas. Podemos comprar una camiseta con pocos clics, y un mensajero precario nos la llevará en bicicleta a la puerta de un centro comercial, o al mismo centro del Parque de la Ciudadela, si queremos, a las coordenadas donde estemos en ese momento, casi sin saber su precio, ni tener ningún interés por averiguar cómo se llama el lugar al que nos la llevarán, que se ha transformado en el icono de una flecha en nuestro dispositivo móvil.

El entramado de calles y plazas de nuestro pueblo o ciudad, nuestro espacio público, son una construcción social en la que se combinan elementos arquitectónicos y urbanísticos y que, sobre todo, están marcados por el uso que hacemos, por cómo nos referimos a ellos, por cómo se ha transmitido, de generación en generación, de vecina a vecina, su nombre, oficial o no, y su uso.

Esta transmisión es un legado que genera un capital cultural, social y humano que el uso masivo de los móviles está debilitando. Se trata de un capital cultural que fortalece nuestros vínculos comunitarios, que les da sentido y los ubica en un entorno que generalmente es el de nuestra proximidad.

Durante unos años he sido el responsable político de poner o quitar nombres de calles y plazas de las calles de Barcelona y cada vez que estoy con alguien que manda una ubicación por móvil me pregunto por la utilidad de la labor que tenía encargada. ¿Qué sentido tiene poner nombres de calles si puedo encargar que me traigan una pizza al Fossar de la Pedrera del Cementerio de Montjuïc, sin tener ni la más remota idea de dónde estoy?

La trama de calles, plazas, paseos, ramblas, plazoletas, jardines, travesías, bajadas, pasos… da sentido a la piel de nuestra ciudad, la ordena de una manera más o menos arbitraria e intenta explicarla o, en todo caso, explica de dónde venimos y quién o qué ha sido considerado relevante para ser conmemorado.

Cuando pronunciamos el nombre de una calle lo hacemos en una doble vertiente: la simbólica y la física. Con la física, señalamos un lugar concreto y existente, un punto de la piel urbana, el lugar en el que encontrarnos con un conocido. Con la simbólica, en cambio, evocamos un legado cultural y social transmitido, en muchos casos, desde tiempos inmemoriales. Ambas vertientes, la simbólica y la física, están en peligro de extinción si dejamos de pronunciar los nombres de las calles y plazas.

De la misma forma que cada vez somos menos capaces de leer un mapa porque la aplicación del móvil nos explica de manera absolutamente funcional cómo llegar a los lugares sin hacer el esfuerzo de situarnos en el espacio y, por tanto, perdemos conocimiento de nuestro entorno, también perdemos la historia y lo que se esconde tras las denominaciones de nuestras calles.

Poner nombre a una calle o a una plaza es un acto muy característico de las sociedades occidentales, y es un acto político. Si fuese una decisión administrativa serían una correlación de números, por ejemplo, pero no es así. Desde la época medieval, Barcelona asigna nombres a sus calles, sobre todo de santos, reyes, elementos geográficos o gremios, que dan carácter a la ciudad y definen sus clases dirigentes: clero, nobleza y pequeña burguesía, y así seguirá durante muchos siglos. En los últimos años se ha revisado este nomenclátor para adaptarlo a las nuevas realidades de la ciudad.

Y, sin embargo, todo podría no servir para nada si no hacemos un esfuerzo por ir más allá de la tiranía de las aplicaciones y de un capitalismo que nos empuja a no disfrutar del espacio público, a no vivirlo, a no decirlo, y nos aboca a borrarlo encerrándonos en casa y a no mirarlo, a banalizar nuestro espacio público, que borra los significados de los nombres de nuestra cotidianidad y que nos empobrece culturalmente.

Digamos todos los nombres, digamos los nombres de nuestras calles, oficiales o populares, para reconocernos, para reencontrarnos, para no caer en el abismo de vivir en una ciudad virtual. Decir los nombres es crear comunidad y construir experiencias compartidas y arraigadas en nuestra cotidianidad.

Share.
Leave A Reply