El próximo 9 de Junio ​​nos jugamos muchas cosas, pero una de las más importantes es el compromiso europeo en la lucha contra el cambio climático.

Cada vez vemos que el impacto de la emergencia climática es más tangible en nuestra sociedad. La cuestión no es si nos adaptaremos y la mitigaremos, sino quién asumirá los costes de esta adaptación y hasta qué punto la podremos mitigar. No actuar sólo hace que aumenten los costes y los trasladamos a las espaldas de los más vulnerables. Actuar hoy contra la emergencia climática reducirá en un tercio los costes de hacerlo más tarde; el coste de oportunidad de no actuar no es asumible.

Algunos creemos que a las instituciones europeas y a los estados miembros les ha faltado ambición para acelerar la lucha contra la emergencia climática, pero al menos se han marcado objetivos ambiciosos, aunque han tenido algunas dificultades a la hora de diseñar unos mecanismos de gobernanza eficientes para implementar estos objetivos.

La extrema derecha europea ha jugado a instrumentalizar los costes de los cambios climáticos. Tuvimos un claro ejemplo con las manifestaciones de los campesinos y ganaderos en el territorio europeo. En España, Vox jugó a minimizar el impacto de la globalización económica en la sostenibilidad de la actividad campesina y ganadera y a cargar las tintas sobre la necesidad de transicionar hacia un modelo payés y ganadero más verde y sostenible.

La reacción del establishment europeo (conservadores sobre todo, pero también socialdemócratas y liberales) ha sido el repliegue. La primera víctima de la protesta campesina no fueron los acuerdos de libre comercio con países que producen con menores estándares ambientales y laborales, ni tampoco el poder de mercado de las grandes distribuidoras de alimento frente a productores y consumidores; sino retirar legislaciones con el objetivo de reducir el uso de los pesticidas más tóxicos o detener la implementación de iniciativas a favor de una producción alimentaria más sostenible.

Esto seguirá ocurriendo mientras exista la percepción de que los costes de la transición verde se cargan sobre las espaldas de los más desfavorecidos. Ha llegado el momento de asumir que no es posible una transición verde sin una justa distribución de sus costes y beneficios. Y habrá que encontrar medidas ejemplares que ilustren cómo estos costes se distribuyen equitativamente.

Hay un ejemplo paradigmático de cómo deberíamos actuar. Muchos partidos llevamos en nuestro programa la necesidad de impulsar un impuesto europeo al queroseno, para visibilizar los costes ambientales de la aviación. Sin embargo, es imprescindible que las clases medias vean aumentar el coste de su escapada mientras el 1% sigue haciendo ostentación de los vuelos privados, nos conduciría a más desafección e instrumentalización por parte de los negacionistas climáticos. La extrema derecha ya tiene la campaña hecha explicando cómo se encarecen tus vacaciones mientras Taylor Swift mantiene una huella ecológica 1,100 veces superior a la media.

Así pues, es imprescindible acompañar con medidas que ilustren que la transición verde es cosa de todos, y que quien más contamina, más debe pagar. Por ejemplo, un impuesto sobre los vuelos privados, como el que ha propuesto el senador demócrata Edward J. Markey en Estados Unidos, y que Esquerra Republicana lleva también en su programa electoral a nivel europeo.

El impulso de la fiscalidad verde a nivel europeo permitiría conjugar esta ejemplaridad mejor que a nivel estatal o catalán, donde a los recursos del 1% a nivel internacional se les facilita la elusión fiscal, y a menudo regiones como Madrid o estados como Luxemburgo apuestan por la competencia fiscal desleal con el objetivo de atraer patrimonios que desean minimizar su contribución fiscal. De hecho, de 2002 a 2019 encontramos estados miembros que han aumentado sustancialmente los ingresos de la fiscalidad verde en relación con la fiscalidad del trabajo, como Grecia, Bélgica o Francia; pero otros como Alemania, Portugal o Dinamarca han visto decrecer los ingresos provenientes de la fiscalidad verde y aumentar los que provienen de la fiscalidad del trabajo.

Impulsar una fiscalidad verde europea nos permitiría no sólo impulsar medidas ejemplares focalizadas en la actividad contaminante del 1%, sino también generar nuevos recursos imprescindibles para la transición verde. Con la recuperación de las reglas fiscales y la caducidad de los fondos de recuperación post-cóvid, Europa se encuentra en un cruce: si quiere continuar apostado por la descarbonización y las grandes misiones planteadas durante esta legislatura, es necesario músculo inversor. Al mismo tiempo, no podremos sostener políticamente una transición verde sin medidas ambiciosas de fiscalidad verde y de progreso capaces de recuperar de nuevo la equidad en la tasación del capital hacia el trabajo, y ésta sólo es posible a una escala supra-estatal. Son dos problemas que se solucionan mutuamente, una fiscalidad europea verde y de progreso que genere nuevos recursos propios.

Lejos de retroceder, a la extrema derecha se la gana ampliando derechos. Lejos de revertir las políticas de transición verde, lo que necesitamos es asegurarnos de que éstas llegan a todo el mundo. No podemos diseñar una transición verde percibida como una imposición a las clases medias y trabajadoras, mientras los ultra-ricos siguen presumiendo de actividades con una alta huella ecológica y sin ninguna utilidad social, que encajan perfectamente en lo que Thorstein Veblein definía como el consumo conspicuo, aquél que sólo tiene como objetivo hacer alarde de la riqueza. Hay pocas actividades que encajen, ilustran también ese consumo conspicuo y contaminante, como la adición de los ultra-ricos a los vuelos privados, una actividad que, después de haber estado confinados dos años, todo el mundo puede entender que es completamente innecesaria. Una actividad que debemos abordar, si queremos asegurar una distribución equitativa de los costes de la transición verde: que quien más tiene y más contamina, más pague.

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1 comentari

  1. Carina Campbell on

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