Una de las cosas que más me ha sorprendido siempre de la condición humana es su ambivalencia respecto a su entorno. Por un lado, una tendencia muy acuciante y generalizada durante largo tiempo al distanciamiento: los seres humanos como criaturas que son diferentes del resto de animales (o, más bien, como criaturas no-animales), una especie bendecida con el favor divino, privilegiada entre las demás y, por lo tanto, en lo más alto de la cúspide vital. Por otro lado, la reivindicación de lo natural para justificar un determinado orden de las cosas y fomentar la exclusión y la abyección: la orientación heterosexual como condición natural y no como norma, o la familia, la Iglesia, el Estado y otro largo étcera como instituciones naturales sobre las que se sustenta la vida humana.
En este juego a dos bandas se escoge siempre, por supuesto, lo que más conviene en cada momento. Que los humanos tenemos un lenguaje complejo y somos criaturas que hablamos: es que estamos por encima de nuestro ecosistema (este mismo ecosistema sería incluso un lastre que apenas merece la pena que exista en la medida en la que nos nutrimos de sus recursos). Que alguien desafía la heterosexualidad a través de cualquier disidencia en su orientación: atentado contra-natura.
Es importante notar esta dualidad respecto al mundo en el que vivimos (y/o que nos rodea) si queremos mantener encendido el radar que nos permita detectar de forma rápida y prístina las bobadas que hay detrás de discursos como el de las “uniones naturales de convivencia”. Tal vez cabe pensar que lo de las “uniones” se podría haber adjetivado como ‘habituales’ o ‘frecuentes’ para minimizar la metedura de pata, reduciendo la cuestión a una simple representación estadística[2]. Pero no, no se dijo uniones habituales/frecuentes, sino naturales. Y no se dijo así de forma accidental. A decir verdad, lo que subyace bajo esta cosmovisión de lo natural es algo muy elemental: si se asume que dichas uniones de convivencia son naturales, el ser humano se dirige hacia ellas por tendencia. Podríamos decir, en la línea de la retorcida y falseada justificación natural, que nuestra forma de comportarnos por defecto, nuestra programación de serie, incluso nuestra propia predisposición y configuración genética, nos llevan a organizarnos conforme a esas bases naturales. Si esto es así, todo lo que se salga de estas “uniones naturales de convivencia” pasa a ser directamente algo aberrante, algo que desafía a nuestra propia naturaleza y, por lo tanto, a nuestra propia razón de ser. No hablamos ya de desafiar una norma social y culturalmente constituida, que gana inercia por el peso de la tradición y las estructuras que permiten que esta norma se mantenga en el tiempo. Tampoco hacemos referencia a algo que ha tomado fuerza por su uso continuado, a veces coercitivo y a veces seductor. Estamos hablando de algo que no tendría ningún punto de contingencia: pura necesidad, de ninguna forma podría haber sido de otra manera.
No obstante, todo este argumentario se enfrenta a diferentes problemas.
En primer lugar, y esto se suele pasar por alto con demasiada frecuencia, las dicotomías natural/cultural o natural/artificial son muy controvertidas. No se trata, como se suele decir, de decir que en el ser humano no hay naturaleza y que todo es cultural, si no de simple y llanamente advertir que la distinción no solo no es útil o funcional, sino que no tiene sentido alguno. El ser humano es un animal que ha desarrollado un complejo lenguaje y, de forma derivada, un uso intensivo de la tecnología que le ha llevado, entre otras cosas, a la creación de la industria, por ejemplo. ¿Qué hay de natural o artificial en todo ello? No parecen términos útiles sobre los que discurrir.
En segundo lugar, el único sentido de operar bajo estas dicotomías parece haber sido el de, tal y como ya se ha señalado, notar ciertas jerarquías sobre las que sublimar y distinguir la condición humana. Y hasta cierto punto es innegable que el ser humano tiene ciertas particularidades como animal. Lo que no se puede deducir es que el resto de criaturas vivientes sean o deban ser apenas un almacén de recursos para nosotros.
Por último, incluso aunque por la razón que fuera nos consideramos realmente con derecho a gobernar sobre todas las criaturas y recursos, seguiría siendo absurdo trasladar nuestros conceptos más allá de nosotros mismos. Aún más, sería absurdo llevar nuestras categorías a lo atemporal, pensar que siempre fueron y serán válidas. Simplemente, esto no es así. No siempre hubo Estados, no siempre hubo municipios, no siempre hubo barrios. Pero aún no hemos cantado bingo: ¡no siempre hubo familias! Porque sí, amigos y amigas, el concepto de ‘familia’ también se construye, no basta con el lazo de parentesco biológico.
Sin embargo, se deberá admitir algo, si las “uniones naturales de convivencia” fuera un concepto válido e hiciera referencia a lo que mencionaba el portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Valencia… Tal vez, lo natural ya no revista interés alguno.
[1] https://x.com/europapress/status/1806964507740086379.
[2] En todo caso, las estadísticas las carga el diablo; no parten de cero y a menudo simplemente expresan los sesgos de quién hace las preguntas y los prejuicios ya operativos en la sociedad.


