Si hubiera que poner fecha y lugar de nacimiento al turismo tal y como lo conocemos hoy en día, este sería la primera mitad del siglo XIX en la Inglaterra pre-victoriana. Fue entonces cuando el empresario Thomas Cook -sí, el mismo que posteriormente alcanzaría fama mundial como marca de una gran empresa tour-operadora- llegó a un acuerdo con la Compañía Ferroviaria de las Midlands, adaptando parcialmente los vagones para el transporte de pasajeros y organizando excursiones de ida y vuelta de un día de duración entre Leicester y Loughborough, unas 12 millas. Hasta 500 personas participaban en este tipo de novedosa actividad que contaba con el reconocido objetivo de ‘distraer y educar a la clase obrera contra el alcoholismo’.
Sin embargo, este tipo de turismo lejos estaría del modelo que llegó a popularizarse tras la II Guerra Mundial. Entonces, los avances tecnológicos, como el avión de motor a reacción, y los recién alcanzados derechos de los trabajadores a una jornada laboral limitada y un mes de vacaciones pagadas al año, posibilitaron que más de 50 millones de personas se desplazaran desde su lugar de origen en busca de descanso, nuevos contextos y una ruptura con su cotidianeidad. Desde ese medio centenar de millones de turistas a los casi mil del año 2022 hay un gran salto, sobre todo para el medio ambiente, además de una muy inferior carga moral.
El turismo está considerado, hoy día, como una de las actividades humanas que mayor impacto medioambiental genera. Así, según la revista Nature Climate Change, el turismo representa, a nivel global, el 8% del total de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI). Las emisiones generadas por el desarrollo de la actividad turística no son únicamente aquellas que se producen a la hora del transporte y los distintos desplazamientos relacionados, sino que incluyen desde el momento en el que tomamos la decisión de emprender el viaje hasta las diferentes excursiones y otras actividades que se realizan durante la práctica turística. El impacto del transporte es variado, pasando desde los 14 gramos de CO2/km. que emite un pasajero viajando en tren, hasta los más de 285 gramos de CO2/km. -20 veces más- por pasajero que genera un viaje en avión. Esto ha llevado a organizaciones como Transport and Environment a situar a la compañía aérea Ryanair como la 7ª empresa europea en importancia de emisiones de CO2 (2020) y la 1ª entre las empresas del mismo ramo, con más de 15 Mt (Millones de Toneladas) emitidas solo en 2023. Los tiempos de los viajes de 12 millas en tren de Thomas Cook quedan ya lejos.
Este 8% de generación de emisiones de CO2 a la atmósfera ha llevado al sector turístico – principalmente vinculado al transporte, pero no de forma exclusiva- a plantear diferentes soluciones y alternativas, como el Turismo Sostenible o el Turismo Responsable, pero que, lejos de apostar claramente por una reducción de las emisiones globales a través del establecimiento de limitaciones a la actividad, parece acercarse más a la búsqueda de respuestas tecnológicas y tecnocráticas que avancen en la disminución del impacto total y a un cierto greenwashing que ha sido denunciado, entre otras, por la misma Transport and Environment recientemente.
De esta forma, el turismo, como actividad masiva y generalizada, se presentaría como una amenaza evidente ante la necesidad urgente de tomar decisiones sobre la situación de pre catástrofe ecológica ante la que se encuentra el planeta y el impacto de la actividad humana, eso que el sociólogo norteamericano Jason W. Moore ha denominado acertadamente Capitaloceno. El turismo no solo no es ya una industria sin chimeneas, si es que alguna vez lo ha sido, sino que, como el resto de sectores productivos, tiene que avanzar en la dirección del decrecimiento y la redistribución de su actividad, de tal forma que algunos sectores disminuyan notablemente su funcionamiento, potenciando otros menos dañinos, como los cuidados y otros servicios públicos, mientras que se restringe la posibilidad de crecimiento industrial a aquellas zonas que así lo necesiten.


