Las elecciones europeas del pasado 9 de junio supusieron el cierre de un intenso ciclo electoral de casi un año que ha hecho patente el alejamiento de una parte importante de la ciudadanía respecto a la política y a los partidos. Los datos son claros y los elevados índices de abstención un grito de alerta que la clase política no debería ignorar. Pero, aunque los discursos llevarían a pensar que han entendido el mensaje, los hechos van en sentido contrario. Tropiezo tras tropiezo, nuestros representantes insisten en negar las evidencias.

Académicamente se define evidencia como aquello que manifiesta o hace evidente una cosa. Por lo tanto, como el conjunto de elementos informativos que permiten sostener una hipótesis o una opinión. En las relaciones personales son habituales expresiones como “no quieras negar la evidencia de esta verdad” o “me he tenido que rendir a la evidencia”, reflejando la tendencia a penalizar y cuestionar a quienes se resisten a asumir hechos contrastados.

Una vez resuelta la gran incógnita del verano, con la investidura de Salvador Illa como 133º presidente de la Generalitat de Catalunya, las escenificaciones de las diferentes formaciones políticas siguen vinculadas a afirmaciones y lemas que las evidencias contradicen tercamente. De esta manera, persisten en la política de la palabra muerta, caracterizada por un intercambio de argumentos entre los responsables y representantes políticos fundamentados, de manera casi permanente, en una retórica vacía, cuando no directamente en mentiras y falsedades.

Evidente es que la abstención masiva de cerca de un millón de independentistas, que se consideran huérfanos de representación y que con su no voto han querido castigar a unos partidos que les defraudaron y engañaron, ha tenido un impacto directo en el resultado de las elecciones catalanas. De hecho, ese era el objetivo del activismo abstencionista. En este sentido, suenan entre ridículos y cínicos los intentos de una parte del procesismo de acusar a los abstencionistas de la elección de Illa.

El PSC y el PSOE saben perfectamente que la foto surgida de las últimas elecciones es un espejismo, y que no responde a la realidad. Pero insisten en la esperanza de que cuatro años de gobierno servirán para diluir las opciones soberanistas. El problema es que mensajes como “década perdida”, “final del procés”, “reencuentro” o “restaurar la convivencia” serán comprados por buena parte de su electorado, lo que generará frustración y desengaño en el momento que el independentismo ausente vuelva a votar. Comparto que el proceso, entendido como todo lo que ha pasado esta última década, se ha acabado con el nombramiento del presidente socialista, pero este mismo hecho implica el inicio de una nueva etapa que reequilibrará los resultados en próximas contiendas electorales y abrirá un nuevo ciclo como el que culminó con el referéndum de 2017.

Evidente es que, a pesar de los intentos de disfrazar el fracaso, Junts planteó las elecciones como un plebiscito sobre Puigdemont y lo perdió. Todo lo que ha venido después no son más que intentos desesperados de mantener un relato que hace aguas por todos lados. Ni cobrar por adelantado, ni retorno del presidente exiliado avalado por la amnistía, ni bacanal de palomitas para celebrar el triunfo de abogados murcianos. A los juntaires les ha venido grande el pulso con un Pedro Sánchez, maestro del trilerismo, y unos jueces españoles que nunca fallarán al servicio de una democracia española heredera del franquismo que no dejará de tener a Catalunya en el punto de mira. Lo más grave es que era una situación anunciada por muchos, pero Junts y el resto de los partidos procesistas han preferido seguir con la absurda estrategia de engañar al personal con discursos vanos y estériles. La culminación de todo ello fue la charlotada de Puigdemont del 8 de agosto, que sólo sirvió para dinamitar en pocas horas su prestigio, el del exilio y el de los Mossos d’Esquadra. Jugada maestra, que dicen ellos. Quizá cambiar de estrategas y encontrar otro entretenimiento para el sobrevalorado Boye daría mejores réditos.

Más bien parece que los de Junts siguen con la escenificación mientras internamente trabajan por el regreso a la Convergència de siempre. Las aproximaciones de Mas y Pujol al partido, o determinadas declaraciones que recuerdan las épocas de los gobiernos “business friendly” son toda una señal. Y no es casual que justo ahora encontremos a David Madí, el Steve Bannon catalán, haciendo caja con un libro donde los “adultos” poderosos y ricos como él alientan a los catalanes “infantiles” que no supimos seguir sus indicaciones. Que uno de los personajes más inquietantes, turbios y peligrosos de la política catalana de los últimos veinticinco años haya disfrutado de entrevistas masaje y promoción gratuita de un texto lleno de falsedades y manipulaciones es todo un indicador de la dimensión del drama que vivimos.

Evidente es, también, que Esquerra Republicana de Catalunya ha pagado los platos rotos del fracaso procesista de los últimos siete años. Anunciadas por muchos, las consecuencias de los errores estratégicos, la falta de autocrítica, los tics autoritarios y la incapacidad para asumir responsabilidades han llevado al partido de Macià y Companys a una situación de imprevisible final. El pasado 14 de mayo hice un tuit en twitter que empezaba diciendo “Parece que Junqueras se enroca y quiere ser el Carrizosa de ERC”. Como nos pasa a menudo a los que opinamos en las redes, durante unas horas pensé que me había pasado de frenada con el tuit, pero visto todo lo que ha venido después empiezo a pensar que quizás acabará siendo una premonición acertada.

El debate entre la militancia es vivo e intenso. El escándalo, insuficientemente aclarado, de los carteles contra el Alzheimer, la negociación y votación interna para investir a Salvador Illa y el relato teledirigido por la dirección y los medios afines para crear una falsa división entre junqueristas y roviristas han servido para desviar la atención sobre las debacles electorales encadenadas de los últimos siete años. Pero las evidencias se acabarán imponiendo y los responsables del desastre tendrán que acabar asumiendo responsabilidades. Tanto los dirigentes de Esquerra como los del resto de partidos procesistas, así como Òmnium y la ANC, deben entender que todos los protagonistas del 1-O han de dimitir y asumir el fracaso. Hace falta reflexión, renovación y caras nuevas que abran una nueva etapa, presidida por la transparencia en el debate y la democracia en las decisiones.

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