Dignidad, cooperación y amor. Hace unos días se estrenó El 47, una película dirigida por Marcel Barrena sobre el incidente del “secuestro” de un autobús en 1978 por parte de Manolo Vital. En justicia, dicho incidente es acaso el gancho que facilita que se pueda hacer una película, pero la trama va mucho más allá. No pretendo escribir una sinopsis o una crítica sobre la película, ni siquiera desgranar el susodicho incidente paso por paso. Me dispongo a lanzar algunos apuntes generales sobre el contexto y la situación detrás de la historia contada en el film protagonizado por Eduard Fernández.
En 1958, el año en el que Manolo Vital llega a Cataluña desde Extremadura, una buena parte de la migración andaluza y extremeña en tierras catalanas vive en barracas y barracones construidos de forma rápida y apresurada por ellos mismos. Esta primera gran dificultad da cuerpo y materializa una diferencia: está, por una parte, la Cataluña de quiénes tienen cañerías, agua potable, electricidad y servicios públicos a su alcance; mientras, por otro lado, está la Cataluña desprovista de todo esto y que busca ganarse su espacio mediante el trabajo, un factor que se antoja como algo integrador.
La diferencia de acceso a determinados servicios propicia una fácil identificación y, también, una fácil discriminación. Comenzamos a hablar de charnegos, ese término que incluso a día de hoy tanto duele a mi madre y que, seguramente por esa misma razón, me cuesta tanto reapropiarme, hasta el punto de sentir cierta incomodidad al escribirlo, por mucho que vivamos en el tiempo del orgullo y la reivindicación del mismo.
Hacia 1978, el año clave en la trama de la película, Cataluña es ya un lugar muy diferente. O quizás no tanto. Las migraciones de otras regiones de España ya se han consolidado y forman parte fundamental, y muy cuantiosa, del tejido productivo de Cataluña. Sin embargo, a pesar de que las barracas son cosa del pasado, sigue persistiendo una diferencia: algunos barrios de Barcelona y su área metropolitana, allí donde se concentran las poblaciones de origen extremeño y andaluz, suelen estar aislados, mal o nulamente asfaltados y, en general, el acceso a diferentes servicios públicos es todavía deficiente.
Así sucedía en Baró de Viver, en Can Sant Joan (Montcada Bifurcació) o en Torre Baró, barrio que es escenario del ya mencionado incidente. En una situación así, el activismo vecinal cobró en estos barrios una importancia equiparable a la lucha sindical que, por otra parte, también se estaba dando. Pero detengámonos un momento en este punto. Es importante frenar aquí porque es donde toda dicotomía se acaba rompiendo en la película. Con frecuencia, la inmigración es tratada en la acepción más perniciosa del término problema: el problema de la seguridad, el problema de la cultura, el problema de la excesiva y el abaratamiento de la mano de obra y, en resumidas cuentas, el problema de la integración/adaptación.
En este sentido, el discurso anti-inmigración se hace fuerte en la interpretación de que cualquier cambio o divergencia respecto a lo que había con anterioridad al proceso migratorio significa un empeoramiento en la convivencia y, como mínimo, un incremento de una suerte de incomodidad social. Por su parte, este discurso acaba afectando directamente a las personas migrantes que, ante determinados desprecios o consideraciones, pueden acabar tachando a la sociedad que les recibe como xenófoba, racista y/o clasista. Como se observará rápidamente, la espiral que se genera con esto favorece la profecía autocumplida: la ansiada integración (término, por otra parte, con consideraciones detestables, pero eso ya lo dejamos para otro artículo) se acaba obstaculizando en la medida en la que se aísla a aquellas poblaciones que se dicen que están o estarán aisladas en sus usos y costumbres.
Finalmente, el aislamiento parece también la mejor defensa por parte de quiénes ya están en dicha situación. O tal vez no. Tal vez no porque, tal vez, se puede romper la dicotomía: no se trata de negar la evidencia del cambio y la diferencia que significa cualquier proceso migratorio, sino de asumirla pero aún comprendiendo que esta no es intrínsecamente perniciosa, sino todo lo contrario.
Así, Manolo Vital muestra desde un primer momento que tiene claro que no migró por capricho, sino porque en Extremadura le vedaron, como a muchos otros, las oportunidades. Los señoritos y su trato eran, son y serán detestables. De este modo, el agradecimiento a la tierra de acogida, Cataluña, es grande. No obstante, no está dispuesto a ser tratado como un ciudadano de segunda: muchos como él han construido lo que Cataluña es ahora mismo, y lo justo sería decir que el deber y el agradecimiento debería ser mutuo. Por lo tanto, que Torre Baró sea asfaltado y tenga una línea de autobús es de justa necesidad: y no solo por la cantidad de trabajadores que van desde allí hacia otros rincones de Barcelona todos los días, sino porque catalán no es solo el que trabaja en Cataluña, sino el que vive en ella, y para vivir se tiene que hacer en pie de igualdad.
El alegato a la conciencia social y de clase, junto con la reivindicación y el activismo vecinal de los catalanes que nacieron fuera de Cataluña hacen de El 47 una oda a quiénes ayudaron a construir la actual Cataluña, sin ser reconocidos plenamente durante mucho tiempo como parte elemental de ella. Pero es también un canto y un grito de amor hacia la tierra de acogida, no por la tierra misma, sino porque nos demuestra que la tierra la construyen los que la habitan: hayan nacido donde hayan nacido.


